La fiesta II: Cristo, nuestra Fiesta!
Qué difícil es definir la fiesta. La fiesta es algo que todos hemos experimentado alguna vez, pero en lo que raramente pensamos. Más aún, es difícil encontrarse en disposición festiva y, al mismo tiempo, pensar en ella. La fiesta es un talante del espíritu y está envuelta de misterio, nos desborda y trasciende. Por esto la fiesta no puede terminar de describirse conceptualmente.
Definimos la fiesta como la manifestación de la alegría. Pero no cualquier alegría; sino la alegría del acontecimiento Cristo vivido en mí. Y esta vivencia interior –por desbordamiento– se manifiesta al exterior. Ser otro Cristo, esto es fiesta. La plenitud de la fiesta es la Trinidad. De ahí que la fiesta no se sitúa en el plano meramente del hacer, sino del ser. Por eso, antes de pensar en cómo hacer fiesta, será importante ahondar en cómo vivir en fiesta. La vocación del hombre a la fiesta no es una vocación en el ámbito del hacer, sino del ser.
La fiesta no puede vivirse si no es desde la aceptación gozosa de la realidad de lo que se es –seres creados, finitos y contingentes–; de otra manera, la fiesta será evasión, distracción, huída, u ocasión para el consumo y el exceso. Por eso, la aceptación gozosa de la contingencia, lejos de ser un obstáculo para la fiesta, es su fundamento más íntimo.
En el Antiguo Testamento, la fiesta no es sólo algo bueno para el ser humano, sino que es un mandato del mismo Yahvé. La fiesta vivida en el pueblo de Israel como memoria, profecía y acción de gracias; en Jesús llegan a plenitud. Jesús es realización de reino, y es gozo por la redención ya obrada. En el Nuevo Testamento el ser humano, pasa de celebrar fiestas, a vivir en fiesta.
El reino que proclama Jesús no es sólo una realidad escatológica, sino también presente: Cristo es la realización del reino. Jesucristo –a quién Dios resucitó por la fuerza de su Espíritu–, está vivo entre nosotros. Y esto, tiene repercusiones en nuestra vida: los hombres podemos, no sólo participar, sino vivir en fiesta, en la fiesta que es la vida en Dios. Un Dios que es comunidad de amor, un amor cuya plenitud es fiesta. La fiesta es el dinamismo de la Trinidad, dinamismo tanto interno como externo: ad intra, en la perfecta comunión en el amor; ad extra, en el don gratuito a los hombres del Amor, manifestado en la creación y la redención.
Para los cristianos la posibilidad –o no– de vivir en fiesta es crucial; pues el núcleo de la fe cristiana es que Dios, no sólo es salvador del hombre, sino que la salvación la ha llevado a cabo encarnándose. La posibilidad de vivir en resucitado –de vivir en fiesta– no es sólo una promesa escatológica, sino una posibilidad ya aquí en la tierra. El seguimiento de Cristo en la tierra, acompañándolo en la construcción del reino, es fuente de alegría y gozo. Construir el reino en la tierra, vivirlo aquí –aunque sea de manera no plena–, es fiesta. Esto nos lleva a afirmar que si la concreción del programa del reino en nuestra vida no es fuente de alegría y de gozo –aunque sea limitado–, tampoco lo será en su consumación final escatológica. Uno –el más acá– y otro –el más allá– forman parte de la misma oferta de Salvación, son obra del mismo Amor.
Partiendo del relato joánico de las bodas de Caná (Jn 2,1-12) podemos ver como María señala un ministerio propio de la mujer en la comunidad en relación a la fiesta: llevar a los hombres a Cristo. Este mismo ministerio reciben las santas mujeres en la madrugada de la resurrección (Mc 16,7; Mt 28,7). Son las mujeres las que reciben la misión de llevar a los discípulos al encuentro del Resucitado: «Id enseguida a decir a los discípulos que vayan a Galilea, allí lo verán». Las mujeres, apóstolas de los apóstoles; por eso son promotoras de la fiesta, porque tienen el carisma de señalar dónde encontrar a Cristo resucitado.
La Iglesia es comunidad en fiesta en tanto que es sacramento de la presencia de Cristo en el mundo. Presencia actualizada por el Espíritu Santo y que es el fundamento de alegría y gozo en medio de un mundo con injusticia y pecado. La Iglesia es signo e instrumento de la fiesta. Tiene la misión por un lado, de vivir la fiesta; y por otro, de proclamarla, convocando a toda la humanidad a la fiesta de vida en Dios. Es el mismo doble movimiento que significa ser signo e instrumento. Las dos vertientes van juntas, una no puede darse sin la otra, aunque el vivir la fiesta sea origen. No se puede proclamar lo que no se vive, y si lo que se vive se encierra y no se proclama, termina por secarse. Por otro lado, si la Iglesia dejara de salir hacia fuera, si dejara de proclamar y convocar a la fiesta que vive en su interior, dejaría de ser católica –universal– y apostólica, pues es precisamente su condición de evangelizar –de proclamar y convocar a la fiesta– la que está llamada ante todo a continuar.
Maria Viñas
Barcelona (España)
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