12 de octubre de 2022

Pliego nº 165

El Duelo por el padre de mi amigo de infancia 

Tendríamos entonces 8 años y cursábamos en ese momento el segundo grado de la primaria en la escuela central de nuestro pueblo. Supongo que el inicio de nuestra amistad, al menos en mi caso, se debió a que era la primera vez en mi corta vida, que encontraba a otro niño con mi mismo nombre: Rafael... Yo Rafael Antonio y él Rafael Ángel... Dos “Rafaeles” que desde muy pequeños se sintieron cercanos y se quisieron y acompañaron mientras duró la etapa de estudios primarios. Esas amistades de infancia que con el paso del tiempo se recuerdan, se agradecen y se añoran... Vínculo que además se acrecentó porque hubo un duelo que lo marcó. 

Una mañana de tantas, al iniciar la jornada escolar, dirigí la mirada hacia el pupitre de mi amigo Rafael y me percaté de que estaba vacío... En ello estaba, cuando la directora de la escuela entró con gesto serio en nuestra aula y en voz baja conversó unos minutos con nuestra maestra. Todos comprendimos que algo inesperado y no del todo agradable había ocurrido, cuando vimos la reacción de triste asombro de Clara María, nuestra maestra. La directora la tomó de la mano como dándole ánimos, se despidió de nosotros y a partir de ese momento, nuestras miradas interrogadoras se posaron sobre la maestra, aguardando a que ella, visiblemente inquieta, acomodara en su cabeza y en sus labios lo que nos iba a comunicar. No tuvo que pedirnos silencio, estábamos inmóviles y expectantes pues sabíamos por sus ojos llorosos que algo no andaba bien. 

 - A ver mis chiquitos, tengo algo que comunicarles. Se habrán dado cuenta de que Rafael Ángel Oviedo hoy no ha venido a clases; él, su mamá y sus hermanos, están pasando por un triste momento: anoche, su papá, que se encontraba gravemente enfermo desde hace algún tiempo, murió... El funeral será esta tarde y todos los que podamos, iremos a acompañar a Rafael Ángel y a su familia.

El papá de mi amigo había muerto. En ese momento sólo pensaba en lo que podría estar sintiendo mi amigo. “Su papá está muerto”, me repetí mentalmente una y otra vez y de repente, en mi inquieta cabeza de niño que quería descifrar el sentido de las cosas y que siempre esperaba explicaciones de lo que me importaba y cuanto acontecía en mi entorno, surgió una inquietud estremecedora: la gente a la que amas se puede morir... tu papá se puede morir... por mucho que ames a otra persona, se puede morir. 



La jornada escolar matutina concluyó. Salí de la escuela y corrí como un loco hasta la casa de mis abuelos paternos donde solía comer cada medio día. Entré y me abracé llorando a mi abuela María José, quien no entendía lo que me pasaba. Cuando logró tranquilizarme, pude contarle lo que había ocurrido al bueno de Rafael Ángel. Recuerdo que apuramos juntos la comida, nos alistamos y nos fuimos a la iglesia, para estar en el funeral del papá de mi amigo. Todos los compañeros de clase asistimos y nos sentamos hechos un puño alrededor de Rafael Ángel. Lloramos con él cuando él lloraba y le escuchamos con silencio respetuoso y amoroso mientras nos explicaba cómo había sido el último rato con su padre... Escuchábamos sin acabar de entender, entre tristes y solidarios... Rafael Ángel, tal y como nos había dicho la maestra Clara, en ese momento más que nunca, necesitaba de nuestro abrazo, de nuestros oídos, de nuestra presencia honesta y cariñosa... Y así lo hicimos, no sólo en la misa de cuerpo presente y caminando después con él los tres kilómetros que separan al templo parroquial del cementerio de nuestro pueblo; nos turnamos para abrazarle mientras bajaban el féretro con el cuerpo de su padre hasta la tumba de tierra negra y húmeda por la lluvia que caía en ese momento. No abandonamos a nuestro amigo Rafael Ángel, ni en ese día, ni en los días y meses que vinieron hasta que acabó el curso escolar. En ese tiempo, nuestra maestra nos habló de la importancia de acompañar a quienes viven “duelos”. Lo explicó con pocas palabras, más bien, invitándonos a estar cercanos al amigo que ahora sufría; ella misma en varias ocasiones, cuando le veía lloroso, se acercaba a su pupitre, se inclinaba, ponía su mirada a la altura de los ojitos de Rafael Ángel, le abrazaba, le calmaba y a veces, con él lloraba... Nos enseñó a perder el miedo o la vergüenza a llorar con el compañero o el amigo, si eso era lo que en eso momento él necesitaba; nos hizo asumir con naturalidad y dignidad, la importancia de estar a su lado y ponerle atención cuando quería hablar de su papá; nos lo encontrábamos gimiendo en un rincón de los pasillos de la escuela y allí estábamos todos con él, para tranquilizarlo, para abrazarlo, para hacerle sentir y saber, que al igual que él, no teníamos respuestas ni explicaciones para una verdad tan brutal -la muerte de su padre- pero que de una manera misteriosa estábamos comprendido en ese duelo, que el sufrimiento, si se comparte, por muy grande que sea, se hace más llevadero. 

Son muchos los duelos que con el paso de los años he acompañado o he experimentado yo mismo, pero aquel en concreto, vivido en mi infancia, me marcó para siempre y me hizo comprender que luego de una pérdida, después de la muerte de alguien a quien amas, “se vale” llorar, hacerse preguntas, sentir profunda nostalgia, romperse... Y por otro lado, ese duelo de infancia también me introdujo en la certeza de que es vital dejarse acompañar, permitir a los otros que nos sostengan y animen. En medio del duelo, de cualquier duelo, la presencia de los que nos aman nos ayuda a encontrar serenidad. Aceptar la compañía de quienes quieren y saben estar a nuestro lado en momentos así, muchas veces facilita elaborar una memoria agradecida de quien se ha ido. La muerte y posterior ausencia física de alguien a quien se quiere, es causa de un gran dolor que no siempre es fácil de remontar. Pero en esos momentos, aceptar el amor con que otros nos quieren y pueden envolver, no sólo nos impulsa a seguir adelante, sino que puede resultar una experiencia sanadora. 

De mi amigo Rafael Ángel no volví a saber nada una vez que acabamos la escuela primaria, pero el duelo que de niño viví junto a él, de una forma particular me marcó y me enseñó a asumir con profundo respeto y desde un ejercicio de amorosa cercanía, el dolor intenso que se desata en quien ha perdido a un ser amado. La muerte del padre de mi amigo, hoy lo veo así, de alguna manera fue un “duelo pedagógico”, pues me ejercitó a muy temprana edad, para intentar acompañar o vivir los muchos otros duelos que se han ido sucediendo a lo largo de mi existencia. 

Acompañar desde la presencia y desde la distancia...
desde el silencio y desde la palabra...
desde las lágrimas y desde las caricias...
desde la ruptura y el resurgimiento...
desde la ausencia de estériles discursos pero en la abundancia de fecundos y resucitadores abrazos. 

Rafa Zamora
Suiza 


Atisbo

Imagen acompañada de un escrito o pensamiento de Dolores Bigourdan (Canarias 1903 - Barcelona 1989) con el fin de ofrecer un espacio de reflexión. 

 

En Clave de 'Ser' - La Mujer y la Paz



 
 
En Clave de Ser, un montaje radial, elaborado por el equipo del Espacio Dolores Bigourdan, para ayudar a la meditación y la reflexión.