12 de enero de 2016

Pliego nº 84


Sumerjámonos en el amor misericordioso del Padre


El pasado 8 de diciembre el papa Francisco abría la puerta Santa en la Basílica de San Pedro, dando inicio al año jubilar de la misericordia. En la misa afirmaba: «Quien atraviesa ese umbral está llamado a sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena confianza y sin miedo alguno».



Necesitamos, pues, confianza y valentía para abandonarnos en Dios, que cuando se comunica lo hace como amor misericordioso. Para ello el Papa nos propone rezar a Jesucristo, rostro de la misericordia divina, para que mande el Espíritu de Amor:

Señor Jesucristo,
tú nos has enseñado a ser misericordiosos como el Padre del cielo,
y nos has dicho que quien te ve, lo ve también a Él.
Muéstranos tu rostro y obtendremos la salvación.
Tu mirada llena de amor liberó a Zaqueo y a Mateo de la esclavitud del dinero;
a la adúltera y a la Magdalena del buscar la felicidad solamente en una creatura;
hizo llorar a Pedro luego de la traición,
y aseguró el Paraíso al ladrón arrepentido.
Haz que cada uno de nosotros escuche como propia la palabra que dijiste a la samaritana:
¡Si conocieras el don de Dios!

¡Si conociéramos el don de Dios! ¡Si confiáramos en esa mirada del Padre misericordioso! ¡Si nos dejáramos alcanzar por esa mirada que salva y libera; que ilumina nuestra realidad a tal punto que nos hace desear un amor mayor; que nos hace estremecer en lloros ante nuestra “miseria”. Cuando depositamos nuestra confianza en nosotros mismos, en nuestras pobres y tantas veces mezquinas fuerzas, levantamos un escudo que impide que esta mirada nos penetre. 


Tú eres el rostro visible del Padre invisible,
del Dios que manifiesta su omnipotencia sobre todo con el perdón y la misericordia:
haz que, en el mundo, la Iglesia sea el rostro visible de Ti, su Señor, resucitado y glorioso.
Tú has querido que también tus ministros fueran revestidos de debilidad
para que sientan sincera compasión por los que se encuentran en la ignorancia o en el error:
haz que quien se acerque a uno de ellos se sienta esperado, amado y perdonado por Dios.

A veces se entiende la misericordia como debilidad, sin embargo el Cardenal Kasper en su libro La misericordia: Clave del Evangelio y de la vida cotidiana, nos apremia a que recuperemos el sentido original y vigoroso de la palabra misericordia.

La misericordia no tiene nada de debilidad sino mucho de valentía y fortaleza. Precisamente en su incansable capacidad de perdón y de misericordia es donde se manifiesta la omnipotencia de Dios. Y en sus ministros – al igual que en todos nosotros – la debilidad lleva a la fortaleza de la compasión. ¿Quién puede decir que nunca necesitó que de alguna forma u otra fueran misericordioso con él? Que desde esta condición de vulnerabilidad radical de todo ser humano, y desde la experiencia de la misericordia, sin juzgar con nuestros limitados conceptos, sepamos ser compasivos y verdaderos portadores de la misericordia de Dios. Que descentrados de nosotros mismos, haciéndonos últimos, nos pongamos siempre al servicio del que sufre.
 
Manda tu Espíritu y conságranos a todos con su unción
para que el Jubileo de la Misericordia sea un año de gracia del Señor
y tu Iglesia pueda, con renovado entusiasmo, llevar la Buena Nueva a los pobres
proclamar la libertad a los prisioneros y oprimidos
y restituir la vista a los ciegos.
Te lo pedimos por intercesión de María, Madre de la Misericordia,
a ti que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos.
Amén.

Necesitamos la unción del Espíritu Santo para que seamos capaces de transformar en obras concretas el amor de misericordia, para que seamos signos reales de esperanza. Necesitamos la unción del Espíritu Santo para infunda calor en nuestro corazón, para que renueve nuestro entusiasmo superando cualquier atisbo de lo que el Papa Francisco llamó “cultura de la indiferencia”.

¡Sumerjámonos pues, en el amor misericordioso del Padre, con confianza, valentía y entusiasmo!
 
Gemma Manau
Matosinhos (Portugal)

Atisbo



Imagen acompañada de un escrito o pensamiento de Dolores Bigourdan (Canarias 1903 - Barcelona 1989) con el fin de ofrecer un espacio de reflexión.