Sociedades de Acogida
En la mayoría de países, en pocas décadas, hemos pasado de tener una sociedad monoreligiosa, monoétnica y monocultural, a tener unas convivencias multiétnicas, plurireligiosas, multiculturales y plurilingües. Esto ha generado no pocas dificultades y tensiones a la hora de organizar la convivencia social.
Las entidades e instituciones —tanto públicas como privadas— que desde hace décadas trabajan para mejorar el «aterrizaje» de inmigrantes en los países desarrollados, hace tiempo que nos lo avisan: la inmigración no se puede tratar unilateralmente, como si se tratara de un problema de las personas inmigrantes, que nada tuviera que ver con las sociedades a las que llegan. Hay que buscar vías de solución a las complejidades que plantea desde el conjunto de la sociedad.
Ante el crecimiento del fenómeno migratorio, el reto de las ciudades de acogida es su inclusión. ¿Qué aporta de novedad este concepto de inclusión? por un lado el respeto a la idiosincrasia propia de cada persona; y por otro, el entrar a formar parte de la sociedad de acogida de manera plena, asumiendo los derechos y deberes que en ella se viven. Y en este doble movimiento está el reto para todos nosotros: hemos de ser conscientes de que la inclusión de las personas migrantes en la sociedad de acogida, no es un asunto que compete solamente a los servicios sociales o profesionales de la salud, sino que es necesaria la involucración de toda la sociedad en este proceso, y esto nos implica a todos.
Pero vivimos en una sociedad tremendamente cómoda. Muchos no quieren que las cosas cambien, vivimos instalados en un país desarrollado, con un nivel de bienestar elevado, al que no estamos dispuestos a renunciar. Aunque aparentemente manifestemos que deseamos una buena convivencia social, una paz social y una convivencia armónica, lo deseamos siempre y cuando esto no repercuta en nuestra manera de vivir. Y aunque reconozcamos que la injusticia, la pobreza, el subdesarrollo, la marginación y la escasez de recursos imposibilitan realmente la paz, no estamos dispuestos a renunciar a nada para erradicarlos.
Y una vez superado este inmovilismo no exento de pereza y lentitud para el cambio —tanto más lento, cuanto más directamente afecta a nuestra comodidad—, todavía tenemos que superar obstáculos. Me gustaría señalar aquí uno de los obstáculos más complejos de superar, por lo escondido que queda —su motivo, que no su efecto—. Los resentimientos históricos: que son armas mortíferas para la convivencia social. Y actúan de forma tan demoledora como las minas anti-persona; pues no se ven, pero sus efectos son devastadores para las personas y para la convivencia social.
«Reunid a unos cuantos chiquillos a jugar; cuanto más pequeños más claro se ve la situación. Es fácil verlos en cualquier parque de una gran ciudad. No tienen prejuicios entre sí. Uno es negro, el otro albino, otro del sudeste asiático, algunos de padres mejor situados, otros de muy recién llegados y aún sin trabajo... Juegan, ríen, se pelean a veces, hacen las paces. Se quieren, son amigos. Sin embargo pronto vendrá el que en las escuelas les enseñarán Historia. Sabrán que los blancos colonizaron a los negros. Que hubo esclavitud. Que hay ideologías irreconciliables. Que Asia muere a veces de hambre. Y empezarán a mirarse con recelo. Sentirán cada uno como si en sus pequeños hombros cayese una pesada herencia de sus respectivos antepasados.
Empezarán a distanciarse unos de otros; a sentir resentimientos mutuos y quizás hasta odiarse y desear vengarse en sus antiguos amiguitos, de las injusticias recibidas en sus pueblos o razas...
¿vale la pena enseñarles historia para esto? ¿habrá que dejarles sin cultura entonces?
¿es verdadera cultura hacer pagar a los hijos las culpas de los padres?»[1]
El punto I de la Carta de la Paz dirigida a la ONU dice: «los contemporáneos no tenemos ninguna culpa de los males acaecidos en la Historia, por la sencilla razón de que no existíamos». La convivencia social en este siglo XXI, es indudablemente pluricultural, multiétnica y multireligiosa. Si esta convivencia deseamos que se desarrolle en paz, hemos de contribuir a construir hombres y mujeres que formen familias y grupos sociales armónicos, que no queden atrapados en prejuicios estériles ni en resentimientos históricos absurdos. Personas y sociedades que, libres de culpas históricas, puedan construir un mundo más solidario y justo; no desde la insatisfacción y la culpabilidad, sino desde el gozo y la alegría de su condición de seres humanos.
Se trata de que las nuevas generaciones acepten y asuman con madurez y alegría que nadie tiene un currículum existencial totalmente limpio, que en su origen y posterior desarrollo hubo acontecimientos injustos que incluso provocaron guerras y pobreza. Los culpables ya no existen. Es tarea de todos, libres de resentimientos, trabajar juntos para arreglar las consecuencias actuales de esas injusticias pasadas.
Maria Aguilera
[1] RUBIO, A. 22 Historias Clínicas –progresivas- de Realismo Existencial. Barcelona, 1985. pág. 117-118
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