12 de septiembre de 2020

Pliego nº 140

 

¿Qué pueden tener de nexo la alegría y la capacidad de asombro, de sorpresa?

Al detenerme a considerar el tema propuesto, primero intento comprender qué es el asombro, para luego vincularlo con la alegría… lo cierto es que para lograr vincularlo se hace necesaria la reflexión, ya no del término en sí, sino del concepto que entraña asombrarse y de cómo esta capacidad nuestra evoluciona en nuestro interior, hasta llevarnos, incluso, a la alegría más íntima.

El asombro no se logra, no se alcanza con las propias fuerzas, intentar algo así pasaría a entrañar un engaño. No, el asombro es una realidad humana que nace en el interior y que traspasa, incluso, nuestro cuerpo para llegar a tener lugar en la expresión corporal y que solo se expresa ante la sorpresa de algo inesperado, lo bello, lo curioso, lo sorpresivo, lo simple -ya sabemos- como una bella puesta de sol, la recepción de un regalo o la visita inesperada de un buen amigo…

No obstante, también las experiencias triviales, incluso las vivencias negativas pueden causar que nos asombremos ante hechos ocurridos a nuestro alrededor o lejos de nuestra realidad como, por ejemplo, distintas acciones violentas de cualquier índole que, desafortunadamente, estamos tan habituados a conocer o, en un terreno más cotidiano, nuestra propia forma de ser que tantas veces nos desconcierta hasta a nosotros mismos.

Introduzco de esta forma para dar a entender que la posibilidad humana de sorprendernos es eso, una cualidad de nuestro ser, pero no necesariamente relacionada solo con lo que consideramos bueno, amable, bello, ¿cómo, entonces, relacionamos esa capacidad de asombro nuestra con la alegría si tanto lo bueno como lo malo nos puede sorprender y, es más, lo que sorprende a unos nos necesariamente provoca el mismo sentir a otros?

Una respuesta posible es que cuando lo que sorprende al ser humano es recibido por un corazón agradecido, humilde y vaciado de lo superfluo, siempre podrá alegrarse de la paz que ello le provoca.

Es la paz el vehículo que lleva del asombro a la alegría, desarrollando en nosotros una capacidad de  asombrarnos ante la vida que pasa ante nuestros ojos con todo su devenir, con todo lo que conlleva de sufrimiento y también de gozo y que es, en definitiva, lo que la hace digna de vivirse con admiración.

Santa Teresa solía decir que todo era “amar y costumbre”

A este propósito también podemos aplicar ese principio.

El ser humano desarrolla la capacidad de asombro -como otras virtudes- a fuerza de repetir su práctica y, a mi parecer, es propia del pobre de espíritu, del que teniendo mucho, poco o nada está abierto a recibir con el corazón vaciado de vanidad, el estímulo que le provoca tanto lo ignoto como lo conocido, incluso,  lo reconocido como si fuera un niño, una niña que vuelve a aprender una y otra vez de lo que sucede en su interior, de lo que siente, piensa, experimenta.

Lo mejor de todo es que podemos compartirlo con otros… quien se sorprende, admira; quien admira, contempla; quien contempla se deja compenetrar del misterio de lo natural y lo sobrenatural, ante el cual solo cabe “acurrucarse” y entrar en él descalzo de todo desamor, pues se pisa terreno sagrado. La razón sola no es suficiente para desentrañar el misterio amoroso de nuestra existencia. En ello nos auxilia nuestra capacidad de asombro, que es la rendija por donde se cuela la alegría de ser parte de un todo con otros, con Otro.

La capacidad de asombro es la expresión, incluso corporal, de la profundidad de la vida, capaz de otorgarle sentido aun a lo más inesperado.

¡Qué necesario y vital es reaprender a asombrarnos! Es como si tuviéramos que quitarnos un velo e los ojos, de los oídos, de la sensibilidad. Y simplemente sentirnos existir… ¡con pasmo! (Alfredo Rubio de Castarlenas)

Soledad Mateluna
Santiago de Chile

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