No Matar, amar la vida!
Probablemente muchos de nosotros pensamos que cumplimos a cabalidad con este quinto mandamiento, ¡no matarás! Sin embargo, hay aspectos que se desprenden de él y que quizás nos pasan desapercibidos. No se trata sólo de respetar la vida, la integridad física del prójimo sino de ser posibilitadores de que la vida en sus múltiples facetas pueda desarrollarse en paz y armonía.
Matamos la vida, cuando desprestigiamos la honra de una persona o de un grupo; cuando maldecimos, descalificamos o denigramos al otro; matamos la vida cuando ejercemos el poder y no permitimos que afloren iniciativas distintas a las que habíamos pensado; cuando pretendemos homogeneizar la realidad sin tomar en consideración la legítima pluralidad; matamos la vida cuando percibimos que el otro puede ser un peligro -muchas veces imaginario- para nuestro status; matamos la vida cuando queremos imponer el pensamiento único; matamos la vida de millones de personas cuando somos “cómplices” de sistemas económicos que agrandan cada vez más la brecha entre ricos y pobres; matamos la vida una y mil veces más porque sentimos nuestra existencia constantemente en riesgo de ser desinstalada del escenario en el cual creemos ser actores principales.
Para poder construir una vida que tome en cuenta la vida de todo ser viviente es necesario detenerse a percibir el milagro de la existencia. Contemplar el don que nos ha sido regalado. Existimos pudiendo no haber existido si cualquier hecho anterior a nuestro engendramiento hubiera sido distinto. Esta constatación que es, ante todo, un palpar, un percibir, un sentir, más que un raciocinio, es la roca sólida sobre la cual después cada persona construye su propia vida. Pero la roca de la existencia es común para todos. No hay diferencias. Esto nos une y nos ayuda a ver en el prójimo a un hermano en la existencia. Vemos en el otro no a un objeto de uso sino a una persona, a un legítimo tú. Cuando se llega a esa comunión con todo lo existente, es cuando podemos exclamar junto al Poverello de Asís, “hermano sol, hermana luna, hermano lobo, hermano fuego,… hermana Clara”.
Francisco de Asís vivió la fraternidad universal de un modo ejemplar que hoy día sigue siendo un faro de luz. El calentamiento global al cual está sometido actualmente el planeta con todos sus efectos negativos sobre el clima, la agricultura, el deshielo de los icebergs y casquetes polares, inundaciones, etc. no es más que el reflejo de la capacidad destructora del individualismo, buscando el propio beneficio a toda costa, sin importar los efectos perjudiciales que esto pueda causar en las generaciones presentes y futuras. Mientras para la cultura occidental, su acercamiento a los bienes de la tierra es a través de la explotación, en la cual se ve al mundo como una gran gasolinera donde se llega a llenar el estanque de combustible, sacando el máximo aprovechamiento posible, para las culturas andinas la tierra y el sustento que nos entrega tiene un valor que merece respeto, gratitud, ritual,… todo forma parte de una cosmovisión en que se toma muy en cuenta el valor sagrado de la vida. La tierra, la pachamama y lo que ella representa, merece un trato de respeto y cariño. Por ello, en el mundo andino se habla de “criar la vida”. Para el andino, el trabajo es más que una simple actividad productiva, para él es un culto religioso a la vida.
¿Cómo criamos la vida, cómo la amamos, cómo la desarrollamos…? Amar la vida, criar la vida, significa abrazar la realidad, lo que existe, incluso el dolor y el límite inherente al hecho de ser criaturas. El Dr. Alfredo Rubio decía que “para ser digno de amor, basta casi sólo con existir… con existir realmente” Amar toda la obra de Dios, hasta a uno mismo (tanto como a los demás), cuidando la salud, alimentándose adecuadamente, sin excesos, un cuido sensato sin caer en un culto al ego.
Tenemos que aprender a contemplar. Quien contempla puede captar esos latidos de vida que en el bullicio y en el vértigo de la vida actual, nos pasan desapercibidos. Si fuéramos más contemplativos, admiraríamos y respetaríamos cada insignificante o minúscula partícula de vida. En un reciente mensaje del Papa Francisco en Twitter, señalaba que “con la ‘cultura del descarte’ la vida humana no es considerada ya un valor fundamental que hay que respetar y tutelar”.
Somos creadores de vida haciendo de esta vida un cielo, amando, atemperando odios, no buscando problemas inútiles… viviendo la fraternidad existencial con toda criatura.
Lourdes Flavià Forcada
San Francisco de Chiu Chiu,
Desierto de Atacama (Chile)
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