12 de junio de 2011

Amar, la mejor penitencia


En la historia de la Iglesia han existido muchas y muchos penitentes. Algunos más reconocidos que otros e, incluso, considerados santos e inspiradores de estilos de vida. Tales son los casos de algunos padres y madres del desierto, santos como Jerónimo o María Egipciaca, por mencionar un par de ejemplos.

En estas personas, ¿qué ha habido en común? Pues todo un proceso de reconocimiento de sus limitaciones y el daño que de ellas se puede desprender y, luego, un anhelo de mejorar, de encaminar sus pasos tras las huellas de Jesús.

Existe el estereotipo de la penitencia como un autocastigo, herencia de tiempos pasados. Incluso en las representaciones de muchos penitentes, estas los muestran acompañados de objetos con los cuales se castigaban. Actualmente, intentamos vivir más y mejor en la concepción de Dios-Amor. Dios no castiga y, por ende, tampoco desea que nos castiguemos nosotros mismos. Dios es perdón y nos convida a perdonarnos tal y como lo hace Él: incondicionalmente.

¿En qué se traduce, pues, la penitencia en nuestros días? En todo un ejercicio de conciencia de nuestros límites y de caridad para aceptarlos y hacer de ellos camino de santidad. Este ejercicio conlleva un grado de humildad muy hondo. Saberme realmente limitado implica años de conocerme, de aceptarme y quererme como soy. Incluso siendo no el que yo quisiera, sino el que en realidad soy.

Casi siempre nos hacemos mal o se lo hacemos a otras personas, precisamente por no reconocer nuestros límites, por no ser humildes. La mejor “penitencia” es reconocerlos e intentar hacer de esos límites nuestro motivo de búsqueda de Dios. La penitencia se ha de expresar en amor.

Esta manera de “andar en verdad” como llamaba Santa Teresa a la humildad, nos hace querer ser santos, es decir, reconocernos hijos de Dios y amar esta condición. Hacer penitencia, reconciendo nuestros límites y el daño que estos provocan, es abrirnos al Espíritu Santo. Somos frágiles y fallamos a menudo, por tanto, hemos de ser muy humildes y prontos a enmendar nuestros errores. Solos no podemos, necesitamos la ayuda de Dios presente en las personas y en la realidad que nos rodea. Él está siempre diciendo: ayúdame a ayudarte.

Javier Bustamante
Badalona (España)

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