María de Guadalupe: mensajera de la unión de dos culturas
Es muy difícil para un mexicano o mexicana escribir con mesura sobre la Virgen de Guadalupe. Ella es un icono que vemos desde la cuna, nos acompaña durante toda la vida y preside el lecho de muerte. Es una síntesis de nuestras raíces, ejemplo luminoso de cómo Dios mismo se acerca a los pueblos con amoroso cuidado, para expresar su cercanía en las categorías que ellos entienden. Guadalupe constituyó en sí misma un mensaje comprensible tanto para los indígenas como para los españoles del siglo XVI, y provocó la conversión masiva de los naturales de México, lo cual no habían logrado los misioneros franciscanos, incluso con sus mejores energías durante diez años de paz. Dos pueblos, dos historias, dos culturas, uno de ellos derrotado, el otro vencedor, no era fácil que pudieran fundirse en una nueva forma de relación. El Evangelio había llegado como la religión de los vencedores, aunque hablara de un Dios amoroso y cercano. Los misioneros se sentían horrorizados ante las expresiones religiosas de los aztecas y otros pueblos vecinos, que vivían en perpetuo estado de guerra para poder ofrecer sacrificios a su dios. Los indígenas, de una intensa y vital religiosidad, estaban entristecidos por la desautorización de sus tradiciones. ¿Cómo se llegó a una síntesis en la que ellos pudieron entender la universalidad del mensaje del Evangelio, y se sintieron valorados y rescatados, también en lo mejor de sus propias tradiciones?
La narración de Guadalupe, llamada Nican mopohua (“Aquí se cuenta”), fue escrita en náhuatl por Antonio Valeriano, un gran sabio indio de la primera generación cristiana, como resultado de lo que, según la tradición, Juan Diego contó durante los 17 años que sobrevivió a la aparición de María en el Tepeyac. El texto náhuatl es de una gran belleza, y su traducción al castellano presenta especiales dificultades porque la lengua de los mexicas era muy densa de contenidos, muy rica en matices, y había que hacer varios circunloquios en castellano para dar la idea que contenían pocas palabras en la lengua original. En esta página recogeré tan sólo algunos párrafos de la espléndida traducción del P. José Luis Guerrero, Director del Instituto de Estudios Teológicos e Históricos Guadalupanos de la Arquidiócesis de México.
Juan Diego era un indígena pobre, pero digno (no vivía en la miseria, tenía una casa en Cuautitlán), que se había convertido al cristianismo y un sábado, muy de madrugada, se dirigía a la catequesis a México Tlaltelolco. Cuando se acercaba al cerro del Tepeyac, oyó claramente el canto de pájaros preciosos y aves canoras. Para el indígena, aquella montaña era lugar de encuentro con la diosa madre, y la música era un modo privilegiado de culto y comunicación con la divinidad. El cerrito era el lugar por donde salía el sol, para el indígena era Tonatiuh, el dios sol. Cesan los cantos, y todo queda en calma. Entonces oye que lo llaman desde arriba: “Mi Juanito, mi Juan Dieguito”. Una forma de dulce cortesía mexicana, que lo llama por su nombre cristiano y lo trata con alta dignidad. Él, con alegría y sin turbación alguna (los mexicas no temían a lo divino; para ellos la relación con la deidad era ocasión de fiesta), sube al montecito.
“Y al llegar a la cumbre del cerrito, tuvo la dicha de ver a una Doncella, que por amor de él estaba allí de pie, la cual tuvo la delicadeza de invitarlo a que viniera juntito a Ella. Y cuando llegó a su adorable presencia, mucho se sorprendió por la manera que destacaba su maravillosa majestad: sus vestiduras resplandecían como el sol...”. Lo divino estaba presente allí sin duda. Pero Ella, lejos de ser altanera, lo espera no sentada como correspondería a una reina azteca, sino de pie, y lo llama a que se acerque y le pregunta: “Hijo mío el más pequeño, mi Juanito, ¿a dónde te diriges?” Él responde que va a México Tlaltelolco “en pos de las cosas de Dios”.
Ella, “acto continuo con él dialoga, le hace el favor de descubrirle su preciosa y santa voluntad. Le comunica: “ten la bondad de enterarte, por favor pon en tu corazón, hijito mío el más amado, que yo soy la perfecta siempre Virgen Santa María, y tengo el privilegio de ser Madre del verdaderísimo Dios, de Ipalnemohuani (Aquél por quien se vive), de Teyocoyani (del Creador de las personas), de Tloque Nahuaque (del Dueño del estar junto a todo y del abarcarlo todo), de Ilhuicahua Traltipaque (el Señor del Cielo y de la Tierra). Mucho quiero, ardo en deseos de que aquí tengan la bondad de construirme mi templecito, para allí mostrárselo a ustedes, engrandecerlo, entregárselo a Él, que es todo mi amor, a Él que es mi mirada compasiva, a Él que es mi auxilio, a Él que es mi salvación”.
Estas palabras tenían un contenido de extraordinario valor para un indio, pues se da cuenta de que la Madre del Dios cristiano es también Madre del Dios mexicano. Los antiguos mexicanos creían en un Dios único, del que los demás eran sólo aspectos. Pero no era alguien que se ocupara directamente de los seres humanos. Por otra parte, para los mexicanos la nación era el templo. Al haber sido destruidos los tempos mexicas, ya no había nación mexicana. Así, el hecho de que Ella pida un templo para mostrar a su Hijo, quiere decir que la nación va a resurgir, sin contradicción entre lo más profundo de las tradiciones indígenas y la novedad del Dios cristiano.
Y sigue: “Porque en verdad yo me honro en ser madre compasiva de todos ustedes, tuya y de todas las gentes que aquí en esta tierra están en uno, y de los demás variados linajes de hombres, mis amadores, los que a mí clamen, los que me busquen, los que me honren confiando en mi intercesión. Porque allí estaré siempre dispuesta a escuchar su llanto, su tristeza, para purificar, para curar todas sus diferentes miserias, sus penas, sus dolores”.
Para los mexicanos, cuyos padres y hermanos mayores con frecuencia morían en guerra o en los sacrificios, la madre era la formadora, tierna pero firme, que enseñaba y corregía. El rostro materno de Guadalupe era lo más elocuente que los mexicanos podían entender.
Existen tratados enteros sobre el “códice” de la imagen de Guadalupe: su rostro mestizo es significativo en sí mismo para personas de ambas culturas. En ella el español veía obivamente la Virgen María en su esplendor, la mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies. Y el indígena percibe una hija de español y mexicana, portadora de Dios (tiene el manto de estrellas, y en el vestido, justo sobre el vientre, la flor de cuatro pétalos que simbolizaba al dios Quetzalcóatl) pero ella no es Dios (el resplandor divino lo tiene detrás y la ilumina desde el frente, no surge de su persona). Está embarazada (tiene el lazo negro de las futuras madres) y es doncella (peinada con el pelo suelto y raya en medio). Es una maravillosa y expresiva síntesis que habla al corazón de dos culturas, de dos pueblos “que en esta tierra están en uno”. María de Guadalupe, dijo Juan Pablo II, es ejemplo de una “evangelización perfectamente inculturada”. Muestra de amor y cercanía, mensajera de Cristo, del que sigue diciéndonos: “Hagan todo lo que Él les diga”.
¿Sabremos nosotros, como Ella, inculturar el Evangelio en la sociedad digital de hoy para que lo comprendan los más jóvenes?
Leticia Soberón
Italia
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