Nido de paz: La experiencia del pan
Era noche cerrada, Claudia y yo habíamos trancado la entrada de la cabaña en la que dormíamos, con unas rocas lo suficientemente grandes para que el viento helado no empujara despiadadamente la puerta y la abriera a media noche.
Este
era un ritual nada insignificante. El dolor de espalda iba en aumento. Allí no
había sillas, ni mesas y cada día teníamos que ir a buscar el agua al lago
Titicaca con garrafas y ascender por una ladera que se hacía interminable a
3.600 metros de altura sin prácticamente haber comido desde hacía tres semanas.
Así que nos mirábamos antes de decidir quién tenía fuerzas para coger las rocas
y cerrar la puerta, y lo hacía la que estaba mejor, la que, aún estando
agotada, aquel día no sentía con tanta fuerza la acuciante vulnerabilidad del
cuerpo sin energía.
Las
revueltas sociales se iniciaron en plena ola de Covid, cuando ya llevábamos más
de cuatro meses en Bolivia, sin poder volver a Barcelona, a causa de las
restricciones mundiales. Nos encontrábamos en medio de un bosque de Eucaliptus,
a orillas del Lago Titicaca, en un lugar idílico, de postal, conociendo una
pequeña comunidad llamada Nido de Paz, en la que la tradición Aymara y la
Cristiana se unían para expresar la fe y la experiencia trascendente de forma
única. El amor y el respeto por la tierra y por todos los seres vivos, fue calando
en nuestro corazón, en el compartir diario con Encarna y Calixto.
Pues
bien, cuando se iniciaron las revueltas, en las que los pueblos originarios
reclamaban respeto a unos dirigentes con los que parecían estar en gran
desacuerdo, Calixto se había ido a la Paz a buscar comida. Nos habíamos quedado
sin furgoneta, a media hora andando del pueblo más cercano, al que íbamos a
pedir al único vecino que tenía electricidad, que nos cargara el móvil para
poder comunicarnos con nuestras
familias. Rubén se había ofrecido a hacerlo, y aunque no queríamos abusar, era
nuestra única forma de contacto.
Calixto
no pudo volver con la comida, ya que los caminos se llenaron de barricadas.
Cada mañana se oían explosiones de dinamita y tiros y, aunque nos aseguraban
que no pasaba nada grave, las frases que oíamos no nos tranquilizaban mucho:
"O todos vivimos o todos morimos". El clima era de conflicto armado,
por un lado el pueblo y por otro los militares que pasaban cerca de nuestras
cabañas con metralletas y uniformes que imponían.
La
comida se acabó a los pocos días y nuestro alimento diario consistió entonces,
durante tres semanas (no sabíamos cuánto duraría) en dos galletas crakers para
desayunar, con agua caliente y azúcar y una sopa de hueso reciclado a mediodía
(Encarna sacaba el hueso del agua y lo guardaba para el día siguiente).
Empezamos
a sentir tanta hambre que soñábamos con comida, o nos despertábamos a media
noche del hambre, y entre el hambre y el frío, no podíamos dormir.
Aquel
día, como he dicho al inicio, ya nos habíamos retirado a la cabaña, cuando
vimos luz afuera y oímos una voz. Era noche cerrada. Quitamos las rocas de la
puerta, nos abrigamos aún más y salimos. Allí estaba Rubén, en la cabaña de
Encarna, con una sonrisa de oreja a oreja.
-
Tomen- nos dijo y, mientras invitaba a introducir la mano en su mochila,
añadió: -hay dos para cada una-
No
lo podíamos creer: ¡eran panecillos! y ¡Había dos para cada una! El primero lo
devoramos allí mismo y guardamos el segundo para desayunar.
La
emoción que sentí ante el acto tan generoso de Rubén, me hizo conectar con lo
que debía ser la auténtica Navidad; para mí aquella noche fue Navidad. Rubén
podía haber guardado esos seis panes para sus hijas y su mujer, pero en cambio,
cruzó el bosque de noche para compartirlo con nosotras. ¡Era algo ciertamente
bello y emocionante!
Rubén
se marchó dejándonos una sensación de fiesta en nuestros corazones.
Nos
retiramos de nuevo. De nuevo las rocas para trancar la puerta, que parecían
pesar menos después del panecillo. Nos fuimos a dormir.
Como
era habitual en las últimas noches, me desperté a las 2 de la madrugada con
mucha hambre. Claudia también se despertó.
-Claudia,
creo que me voy a comer el panecillo, tengo mucha hambre- le dije
-Te
acompaño, aunque yo me lo guardaré para desayunar- contestó ella.
Así
que salí de debajo del edredón, superando el frío por el hambre y saqué los dos
panecillos que quedaban de la bolsa en la que los guardábamos. Los tomé entre
mis manos y, entonces, como una niña, sin mediar pensamiento alguno, me puse a
llorar, a llorar desconsoladamente:
-
Claudia, ¡es pequeño!-
Claudia
me miró sorprendida.
-
¿Es pequeño! Hay uno más pequeño que el otro y yo siempre te dejo lo mejor
cuando escojo, pero es pequeño...
Claudia
me dijo que me comiera el más grande pero yo no podía parar de llorar.
-¡Es
que tengo que escoger entre tú y yo! Si me como el grande me sentiré mal por ti
pero tampoco quiero quedarme el pequeño.
Pasó
el impacto y finalmente pude escoger el pequeño, pero aquella experiencia es
una de las más fuertes que he vivido en mi vida. Conecté con las personas que
en los campos de concentración, o de refugiados, tenían que escoger entre comer
ellas, o guardar la comida para sus hijos, sabiendo que otros igual tenían
menos y podían morir.
Admiré
los casos de personas que en situaciones así, dan la vida. Comprendí que el
hambre es algo tan visceral, que poder conectar con el altruismo y el amor en
situaciones tan extremas, es casi un privilegio, un milagro, algo que sólo se
puede vivir por gracia, ya que no está al alcance de las capacidades humanas de
primer nivel.
Alguna vez me han preguntado cómo sostuvimos la experiencia Claudia y yo. Y mi respuesta es que, en primer lugar, el cariño que nos unía era muy fuerte. Nos conocíamos mucho y sabíamos de nuestras fortalezas y debilidades y, sobretodo, ambas tenemos una visión trascendente de la vida. La apertura a esa trascendencia, la confianza en que todo aquello tenía un sentido y, la aceptación, en último término, de morir allí si llegaba el caso, sostuvieron una experiencia llena de vulnerabilidad, fragilidad y humanidad desprotegida. La Presencia que siempre nos acompaña seguía allí, en Encarna, en Rubén, en nosotras, llenando de sentido un presente que nuestra mente no intentaba siquiera comprender. Dicen que "el corazón tiene razones que la razón no entiende" y hay momentos en que la razón no da respuestas y sólo se trata de Vivir.
María
Rosa Trenchs Dausà (Chuni)
Barcelona
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