12 de junio de 2020

Pliego nº 137


Premisas para la alegría y para el desastre
 

El confinamiento por COVID-19 desde un principio se antojaba una prueba radical en todos los ámbitos. Una prueba de resistencia personal; una prueba a la economía de las familias y los países; una prueba para los sistemas de salud, construidos o derruidos según políticas públicas de cada país; una prueba para una humanidad que ha ido caminando en las certezas que aparentemente da la sociedad de consumo. Es, sobre todo, una prueba a las apariencias.

Como a mí me sucede lo que a la poeta Rosario Castellanos, en cuanto a que “… el llanto / es en mí un mecanismo descompuesto / y no lloro en la cámara mortuoria / ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe. / Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo / el último recibo del impuesto predial” (Autorretrato, en En la tierra de enmedio), me enfrenté a esta nueva situación como si fuera una catástrofe, así que tuve la calma de trazar tres premisas como asideros: no sentirme culpable por mi privilegio de poder confinarme, sino aprovecharlo con buen ánimo y generosidad; reflexionar durante este tiempo sobre lo que debo cambiar en mi vida, sobre lo que debe cambiar el mundo, sobre la ciudad, país y mundo que imagino cuando esto pase; cuidar de mi hogar y de mi familia como cuidaría del mundo si tuviera oportunidad de hacerlo, es decir, mi hogar, mi espacio en confinamiento, sería un espacio de resistencia ante los embates del COVID-19.

Desde el día uno del confinamiento, he tenido una imagen viva en cabeza: mi hija pequeña, bebé entonces, parada en su cuna, festejando el que yo entrara a su habitación por la mañana, y señalándome la ventana para que abriera las persianas. Era cuando entraba la luz que ella saludaba: “Hola” y reía brincoteando. 


Dentro de mi depresión post-parto este momento era mi mejor medicina: una criatura recién llegada a este mundo entusiasmada por vivir, emocionada por lo que podría traer el día y su afán, invitándome a ser parte de esa alegría, contagiándome su buen ánimo y su sonrisa.

Ese recuerdo no es una obstinación casual de la memoria. Es un recurso aprendido. Un recurso del cual echar mano en estos momentos.

Pero también es un cuestionamiento severo, impostergable: ¿por qué una bebé de 11 meses podía emocionarse con tanta alegría y vigor por la vida? ¿Por qué para mí, en aquellos tiempos, la pesadumbre de mis pasos hacia su habitación era una escalada empinada y casi imposible? Porque las prioridades eran distintas. A ella le entusiasmaba empezar a vivir la vida, ver a su padre, a su madre, a su hermana y hermano mayores, a los perros, experimentar sabores nuevos, asomarse por los ventanales y ver las plantas y las frondas de los árboles moverse, y reencontrarse con sus juguetes y volver a dialogar con ellos. 

En mi mente estaba cómo lidiar las labores de casa y crianza, cómo mantener un equilibrio entre los hijos mayores y los cuidados a la bebé, cómo organizar mis tiempos personales, los familiares y los del hogar, cómo reinsertarme en el mundo laboral, cómo adaptarme a una nueva ciudad a la cual me había mudado; cómo recuperar mi vida porque es la exigencia social: que recuperes la salud, el peso, la vida social y laboral, y tengas toda tu casa impecable porque es lo que una mujer debe ser y hacer. 

Y sin embargo todas esas prioridades estaban de cabeza; y la pandemia lo ha puesto en evidencia: contar con un trabajo remunerado es una fortuna, sí; pero ¿qué papel tiene nuestro quehacer laboral en la emergencia sanitaria que vivimos?

A veces el nivel de exigencia o autoexigencia laboral corresponde al de la persona responsable de cuidar el botón de la bomba nuclear que acabaría con el mundo. Y está claro que no somos esa persona (y más claro que quienes sí son responsables del botón se lo toman con más ligereza de la que desearíamos). Y es en estos momentos cuando nos damos cuenta que la humanidad podría vivir perfectamente sin ese producto, bien o servicio que ofrecemos para obtener una remuneración. Y esa conciencia despresuriza el estrés, la ambición, el ritmo de trabajo, la competencia perenne en lugar del juego en equipo, la vorágine de productividad en la que nos envolvemos sin llegar a nada, porque lo que hacemos, producimos o brindamos no es esencial para la vida en común.

Nos pagan por hacer algo que no es esencial. Que con suerte amamos y nos apasiona. Pero no: NO es esencial. Y la humildad te da un par de puñetazos en la cara para aplacar el ego y la ambición.

No, no es tan esencial como ver a tus hijos e hijas crecer, enfrentar esta situación con los recursos maravillosos que cada uno ha desarrollado; no es tan esencial como reconectar con tu pareja y darte cuenta que hay más temas en común y de los cuales hablar y compartir que quién recoge a los niños, quién va a la tintorería y quién hace las compras.

No es tan esencial como cuidar tus plantas, y ver que una está triste en esa mesilla, pero quizá le haga feliz estar más cerca de la ventana; no es tan esencial como recuperar tu gusto por la cocina, recuperar la sazón, y convertirla en un momento de colaboración, enseñanza y de convivencia en familia.

Y de repente nos damos cuenta que podemos vivir con menos. Con mucho menos. Y que el confinamiento nos hace comprar menos, y generar menos basura, y contaminar menos, y mantener más orden; y conocernos mejor en familia y armonizar más nuestro estar juntos.  

Sé que estoy hablando desde el privilegio. Pero por eso elegí mis premisas. Y por eso vivo este privilegio siendo consecuente con tales premisas sin negociación alguna.

Hoy estoy más consciente que nunca que el sistema sanitario, que según en qué país se viva se cae a pedazos, responde a gobernantes mal elegidos; y mal elegidos no sólo por posibles malas elecciones personales, sino por una despreocupación por los temas públicos, los temas comunes, los temas que son de todos, que abarca desde el diseño urbano hasta las políticas públicas en materia de salud.

Hoy estoy más consciente que nunca, que algo muy malo y podrido, está sucediendo en nuestras familias, como para que la violencia doméstica se duplique en el confinamiento; o como para que las descargas de pornografía infantil aumenten de 35% a 75% según en qué país estés.

Hoy estoy más consciente de que cuidar y enseñar a cuidar no es un tema de solo las mujeres, ni de puertas hacia dentro de los hogares; sino que es un tema público, y es un tema de Estado; que los derechos a cuidar y ser cuidados son derechos que deben ser consagrados constitucionalmente.

Hoy estoy más consciente de que si quiero un país mejor, un mundo mejor, tengo que empezar a poner orden en mi mente y en mi espacio privado, a equilibrar con respeto las fuerzas de cada miembro de la familia; tengo que empezar por romper lo propio y lo cómodo para abrir camino a la generosidad (la generosidad no debe ser fácil ni cómoda, nunca; dar siempre implica un rompimiento  virtuoso). Son temas que  tenemos que empezar a educar en casa y que también se tienen que legislar, lo cual no solo es tarea de los representantes populares.

Y quizá no tendría esa conciencia si no tuviera el privilegio de estar en un hogar seguro, con una economía estable, con un círculo afectivo sólido. Pero me propuse no sentirme culpable o avergonzada de mi privilegio en estos momentos, ya lo dije.

En cambio estoy comprometida igual a asumir la culpa, la vergüenza y la deshonra si salgo de esta crisis sanitaria y sigo viviendo como si nada hubiera pasado: como si no hubieran muerto millones de personas en el mundo, como si no hubieran muerto amigos y familiares; como si no hubiera visto a médicos temblando y contagiándose porque sabían que nada sería suficiente pues se invierte más en equipos de futbol que en hospitales y material clínico; como si no hubiera sabido de listas de espera en casas refugio porque no se daban abasto para alojar a mujeres y sus hijos violentados en sus propias familias; como si no me hubiera enterado de personas que perdieron sus trabajos, sus negocios, que tuvieron que despedir a personal porque la economía no está hecha para la solidaridad y para un mayor equilibrio de la riqueza; como si hubiera sido ciega ante niños que perdieron el año escolar por la profunda brecha digital en nuestros países.

Y me puedo seguir. Lo resumo diciendo: quiero ser mi hija cuando de bebé me señalaba la ventana esperando en el sol su mayor alegría. Quiero recordar que la vida, la celebración de la vida (mía, de mi familia, de mis amistades, de cada ser humano) es la prioridad. Y no, no es tan sencillo como abrir una persiana y decirle “hola” al día. Hay mucho por hacer y deshacer para honrar la existencia de cada ser vivo en este planeta. Pero es el inicio, es el espíritu. Es la premisa.      
 

María Antonieta Mendívil
Ciudad de México


No hay comentarios: