12 de julio de 2019

Pliego nº 126

Inculturarse en Asia Oriental


El gran continente asiático, que será siempre Oriente desde la perspectiva del mundo europeo y americano, también es Oriente para la gran mayoría de asiáticos que igualmente se aceptan y se quieren como orientales. Asia es el otro hemisferio del cerebro de la humanidad, como decía Rabindranath Tagore, aunque siempre haya sido desde el lado, digamos, izquierdo de este gran cerebro desde donde se haya escrito la Historia, el Pensamiento y la Cultura, así, con mayúsculas. Cuesta aceptarlo, pero es así, ha sido así: es la civilización occidental la que ha ido escribiendo la partitura de este gran concierto, aunque parezca a veces un desconcierto.

O sea que hablar de “inculturarse en Asia”, además de ser obviamente desde el prisma de Occidente –inevitable, en mi caso personal aunque lo disfruto en Taiwan hace lustros– es un fenómeno que incluso a menor escala también se da entre los mismos orientales debido a la amplia variedad de razas, credos y latitudes que pueblan abundantemente este gran continente. Pero quedémonos a observar y meditar sobre este fenómeno desde nuestra mentalidad occidental, que aunque no es homogénea para ninguna de las más de cincuenta nacionalidades que la forman, por lo menos nos permite identificarnos a todos los occidentales bajo algunos rasgos comunes, sobre todo cuando compartimos nuestra vida inculturadamente con los orientales más orientales, los de Extremo Oriente.

Intentando alguna precisión, que no haga de la mía una opinión subjetiva, diría que los rasgos que nos definen a unos y otros como occidentales, y que precisamente propician nuestra inculturación, son: Primero, que al hablar en idiomas europeos vertidos sobre un similar molde alfabético, gramatical y en gran parte semántico heredado de la cultura ancestral grecolatina, nos identificamos en torno a un similar modo discursivo de razonar y a unos mismos conceptos claves cuasiunívocos: persona, individualidad, razón, valores personales, libertad, democracia, ecología, ética, caridad, fe, trascendencia, etc., nociones que se tornan en raíz, sustento y núcleo de nuestra inculturación.

En efecto, bajo este modo occidental de razonar basado en una percepción personal individual, subyace una mentalidad que –de modo inconsciente o imperceptible– está fundamentada en principios heredados del cristianismo, aunque no importe que en la práctica gran parte de la sociedad occidental esté ya descristianizada. Es decir, que gracias al concepto de Persona –que declara intrínsecamente nuestra naturaleza trascendente– convergemos en una alta valoración de la existencia de cada quien como única e irrepetible, en donde así mismo la libertad, la autodeterminación y el criterio personal de cada quien son inestimables y cuentan mucho. Igualmente, esta mentalidad nos lleva a considerar que todos y cada uno de nosotros, sin importar la raza u otro matiz locativo, deberíamos ser iguales en cuanto a que poseemos la existencia –lo que hace que subsista entre nosotros una percepción de fraternidad– y consecuentemente una idéntica dignidad que nos lleva a merecer el mismo trato y a gozar del mismo respeto puesto que somos poseedores de unos mismos deberes y derechos humanos que estimamos universales.

Dentro de otra matriz cultural, la mentalidad de los extremo-orientales, moldeada sobre los ideogramas de idiomas milenarios, posee una acusada mentalidad colectiva donde no existe esa noción de Persona, y en donde el yo individual no es apenas notorio sino funcional, con lo cual los principios occidentales básicos que hemos señalado anteriormente se hacen difícilmente comprensibles en todo el extrarradio del confucianismo. Nuestros principios, ellos los correlacionarían con códigos de conducta, que dentro de sus patrones sociales establecidos, los entienden quizás como de mero protocolo. En pocas palabras, la independencia, autodeterminación, privacidad y libertad de maniobra consensuada que caracteriza a los occidentales, choca con la jerarquización familiar y grupal de la que dependen los orientales, por la que deben ajustarse al cumplimiento de unas normas protocolarias de trueque familiar y social recíproco. 



Ahora bien, en pos de una inculturación, o mejor, de un equilibrio intercultural, el beneficio sería mutuo: a la excesiva individualidad del occidental no le vendría mal lo de atender el rol de un comedido funcionalismo grupal, pero sin caer en la hipocresía; mientras que al oriental –sin que sea solo en teoría– no le vendría nada mal sentirse libre y autónomo para poder expresar su propia opinión y autodeterminarse sin depender de la jerarquización funcionalizada ejercida.

Y en cuanto a otra aproximación intercultural quizás más profunda –también heredada desde nuestro prisma mental cristiano, como no podría ser de otra manera– nos encontramos con que el oriental no es un pueblo religioso ni irreligioso sino más bien arreligioso; es decir, que los parámetros con los que nos aproximamos desde el occidente cristiano no responden a un esquema siquiera equiparable: No tienen la idea de la existencia de un Dios Creador y Omnipotente, tienen en su lugar muchas deidades también funcionales para las que construyen infinidad de templos; no existe ningún libro sagrado que les sirva de guía, y en consecuencia tampoco tienen verdad, ética o moral definidas; no hay Iglesia ni asamblea de fieles ni clero ni jerarquía; ni sacramentos ni liturgias; ni mucho menos tienen en su religiosidad la idea de algo así como una muerte eterna como consecuencia del pecado, ni de que deba haber una salvación personal para todos en un cielo paradisiaco. No obstante, dentro de un respetuoso diálogo, no están por la labor del rechazo al sentido de la redención del mal; su tolerancia llega en algunos casos a la aceptación y a la fe. También buscan la felicidad que se consigue por el amor, la bondad y la paz.

Volviendo ahora a la generalidad de su amplio sincretismo, los rituales habitualmente familiares consisten en la adivinación del porvenir inmediato que les señale su deidad predilecta, pues su sentido espititual no va en búsqueda de la trascendencia, sino que más bien se encadena a un círculo familiar ancestral incesante y también reencarnacionista en el que los difuntos de algún modo, conviven dentro de la misma inmanencia terrenal. Aunque esto no deje nunca de sorprendernos, hemos de aceptar con respeto que la mayoría de orientales tengan multitud de supersticiones relacionadas con el temor hacia los fantasmas de los difuntos.

Y ya hacia el final, aunque me quedarían innumerables aspectos que señalar, no podría terminar sin poner de relieve que quizás es este sentido oriental de colectividad funcional y respetuosa el que hace resaltar la maravillosa amabilidad y servicialidad que los taiwaneses prodigan a todos, especialmente a los occidentales; además, este sentido se refleja en el inmenso respeto que guardan hacia las personas mayores y los bienes ajenos; el esmero hacia la seguridad pública, el excelente servicio de salud, la exquisitez de la amplia variedad gastronómica, así como el modernizado desarrollo infraestructural y el aprecio por la calidad de la vida. En conclusión, he de decir que la inculturación –que no cesa de sorprenderme cada día en Taiwan– es un deleite que dificilmente encontraría en otro lugar del mundo.

José Ernesto Parra 
Taiwán


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