La carne se hizo verbo
así continuaba el ciclo
que comenzó el verbo
al hacerse carne.
En la narración del libro del Génesis, Adán, y en él la humanidad, pone nombre a las plantas y a los animales. Es decir, nombra la realidad y esta es la manera en que el universo se le hace inteligible, habitable. Sale de sí mismo y se encuentra proyectado en la naturaleza. Es en esta edad temprana de la humanidad cuando nacen los mitos fundacionales, tradiciones orales, poemas épicos que explican cómo se formó el universo y qué papel tiene el ser humano en él. Y, claro está, la palabra juega un papel fundamental como lugar de creación de discurso y vehículo de transmisión.
Si contemplamos a las niñas y niños en el momento en que están comenzando a nombrar lo que les rodea, parten de lo más elemental: el nombre de las personas que les cuidan, su propio nombre, los alimentos más básicos... Después el elenco de palabras y de cosas y situaciones a designar va creciendo. Y es como si la realidad creciera para ellos. Al menos la realidad acequible, con la que, a su vez, pueden interacturar porque les es familiar.
Es a través de la palabra, de la designación, como nos vamos adentrando en el universo. Y de la misma manera, el universo va entrando en nosotros. Cuando decimos palabra no sólo nos referimos a la palabra hablada. Hay otros códigos que también nombran la realidad y que construyen mensajes. Estos también nos conectan. Tales pueden ser imágenes asignadas para dar identidad, como un escudo, un signo religioso, una señal de tránsito, entre muchos otros. También una pieza musical puede hacernos referencia a algo muy concreto. Evoquemos con la imaginación las Cuatro estaciones de Vivaldi, o algún Réquiem. En el primer caso, casi podemos oler la primavera cuando suenan los movimientos que corresponden a esta estación. En el segundo caso, la muerte se nos hace presente escuchando la composición musical.
Cuando bendecimos a alguien o cuando lo maldecimos, entramos con lo mejor o lo peor de nosotros mismos en esa persona. Por un lado, depositamos en ella los sentimientos que nos despierta. Pero, por otro, también proyectamos lo que somos. Decir bien o decir mal de una persona depende mucho de nuestra manera de mirarle y de mirarnos.
La subjetividad del ser humano está hecha de palabras. Con ellas nos explicamos la vida y también le explicamos a los demás nuestra vida. Pero estas palabras no son meras abstracciones flotando: se encarnan, habitan en nosotros. Son moléculas, esqueleto, musculatura, neurotransmisores, ideas, sensaciones. Incluso silencios. Las palabras también son el contorno de los silencios que nos habitan. Las palabras también son relaciones, vínculo, afectos, identidad personal e identidad cultural.
Cuando alguna vivencia negativa se queda sin pronunciar, no somos capaces de explicárnosla a nosotros mismos o de compartirla verbalmente con otra persona, muchas veces se asila en alguna parte del cuerpo y acaba produciendo una enfermedad. De igual manera, en un proceso de curación, es importante poder dialogar con la enfermedad. Ver cómo el nombrar el posible origen de ese estado nos ayuda, junto con las ciencias médicas, a facilitar un nuevo equilibrio.
Para los cristianos, Jesús está en el origen de la vida como ese verbo, ese logos que da sentido, que ya es una palabra. Y esta Palabra se encarna en un ser humano concreto. Por consiguiente, cada persona somos también una palabra que se ha materializado gracias a unas condiciones únicas que han posibilitado nuestro existir. Una madre y un padre concretos. Un momento de gestación que sólo podía ser ese para que fuéramos cada uno quien es.
Somos palabra para nosotros mismos y palabra para los demás. Cada palabra contiene un significado, cada persona también somos un significante de la realidad, de la creación. Aunque podamos compartir el mismo nombre de pila con otros seres humanos, cada uno lo encarnamos de distinta manera. Yo soy esa palabra, ese ser, ese eco de la creación.
En la resurrección, Jesús carne y verbo, se nos muestra en su total unidad. Su Palabra nos habita para invitarnos a formar parte de esa unidad, más allá de la contingencia de nuestra carne. El verbo abrir es clave. Como el sepulcro abierto que permite el flujo de la vida. Como la boca abierta por donde se emiten las palabras. Como los oídos y los ojos abiertos que reconocen los signos de la resurrección. Abrir, abrir el corazón para que este sea morable.
Javier Bustamante Enriquez
Ciudad de México
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