12 de enero de 2019

Pliego nº 120


La Encarnación, revelación de Dios y del hombre

En estos últimos meses hemos estado reflexionando como el mismo amor gratuito de Dios es creativo y redentor, y además es por ese mismo amor, que Dios se encarna, que irrumpe en la creación desde su corazón mismo. Contemplábamos el Dios que crea y que habita lo creado haciéndose a medida humana, comúnmente decimos que se abaja.

Hay dos momentos importantes de este abajamiento o vaciamiento de Dios, de esta kénosis, la Encarnación y la cruz, sin embargo la segunda es, en el fondo, consecuencia de la primera. La encarnación para ser plena tenía que asumir también la muerte. Otra cosa muy distinta es la razón por la cual Jesús muere.

Nos podemos preguntar ¿para qué Dios se encarna? y ¿por qué la encarnación es redentora?

Con la encarnación se da una doble revelación, Jesús nos revela a Dios, pero al mismo tiempo, como indica la constitución pastoral del Concilio Vaticano II Gaudium et Spes, Jesús «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» (GS 22).

Por la encarnación Dios busca la comunión con el ser humano, por eso se le acerca, se abaja, le habla, se aproxima lo más que puede «para que todos sean una cosa, así como tú, oh Padre, en mí y yo en ti, que también ellos lo sean en nosotros» (Jo 17, 21).

Por la encarnación descubrimos que Dios es Padre amoroso, misericordioso, a quien Jesús se dirige con la expresión de Abba, pero que al mismo tiempo es un Dios menesteroso –como afirma Alfred Rubio–, quiere, busca ser amado, y se abandona en nuestro regazo cual niño, al mismo tiempo que nos pide que nos abandonemos, que confiemos también nosotros cual niños: «De cierto os digo que si no os volvéis y os hacéis como los niños, jamás entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18, 3). No se trata de que seamos infantiles, de que no asumamos responsabilidades, de que queramos ser cuidados a toda costa… No, no se trata de eso, sino de que tomemos consciencia de nuestra fragilidad y de que nos abandonemos confiadamente en Dios. De esta forma cuando nos relacionemos con los otros lo podemos hacer a imagen de nuestra relación con Dios. Así como Dios es Padre, tenemos que amar al otro con amor paternal y misericordioso; y de la misma forma que se abandona en nosotros como un niño, nos tenemos que dejar amar con amor filial y humildad, reconociendo nuestra «indigencia».

Por la encarnación descubrimos que Dios es un Dios trinitario, comunión de amor desbordante que ama creando y crea amando.



Dios se encarna para que podamos sentir de manera más patente su amor, oscurecido de mil formas, se encarna porque desea alcanzar también con nosotros una comunión de amor, por eso se abaja, se vacía de Sí mismo, se hace a medida humana para que podamos acoger ese amor que es transformante.

Pero Dios también se encarna para humanizarnos, por eso Jesús manifiesta plenamente el hombre al propio hombre. ¿Qué nos revela Jesús del ser humano? En tres aspectos, en dejar transparentar el rostro de Dios, en ser uno con el Padre, y en ser para los otros, amándolos hasta el extremo.

En primer lugar, vemos pues que la humanidad puede dejar transparentar el rostro de Dios Padre, y la humanidad e Cristo la deja transparentar perfectamente, hasta el punto de que puede afirmar: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). En nuestra vida lo podríamos traducir en saber y experimentar que nuestra existencia se sustenta en Dios, no somos seres autogenerados, sino donados.

En segundo lugar, Jesús vive en una perfecta comunión con el Padre, desea que su voluntad se haga en todo momento, vive para el Reino de Dios. Pero si lo que Dios desea es amarnos y nosotros le amemos, su voluntad no se puede reducir a un conjunto de preceptos que a los que tengamos que rendir obediencia, puesto que el amor no se da en la obediencia, sino en la libertad, en la entrega por amor. A nosotros nos es difícil captar el significado de la palabra voluntad, puesto que en la lengua materna de Jesús tiene un significado mayor que el que tiene en nuestras lenguas modernas, pues la voluntad en hebreo está relacionada con lo que para Dios es fuente de gozo y de alegría, el cumplimiento de su plan de salvación y la venida de su reino (Cf. Julio López, “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo,” in Josep Mª Rovira [et. al.], En torno al Padre-nuestro (Madrid: Narcea, 1998).

El tercer punto Jesús vive para los otros, esta comunión con el Padre que le lleva a tener con Él una sola voluntad, le lleva a amar a los otros hasta el punto de dar su vida.

De alguna forma podríamos decir después de lo visto, que no se puede deslindar la revelación de Dios en Jesús de la revelación del ser humano en Jesús. Al revelarnos la paternidad de Dios, se revela al mismo tiempo nuestra filiación, y la plenitud del ser humano es vivirla gozosamente; al revelarnos que Dios es comunión de amor, nos revela al mismo tiempo que desea hacernos partícipes de la misma, lo que significa que la plenitud del ser humano es alcanzar tener una voluntad con Dios Padre; al revelarnos que Dios se nos quiere aproximar y entregar, nos revela que somos dignos de ser amados por Dios, todos y cada uno, y si somos dignos de ser amados por Dios, también lo somos de ser amados por los demás.

La revelación a medida que nos muestra el rostro de Dios, nos va mostrando la realización plena del ser humano.

Gemma Manau
 Portugal

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