La Encarnación,
revelación de Dios y del hombre
En estos últimos meses
hemos estado reflexionando como el mismo amor gratuito de Dios es creativo y
redentor, y además es por ese mismo amor, que Dios se encarna, que irrumpe en
la creación desde su corazón mismo. Contemplábamos el Dios que crea y que
habita lo creado haciéndose a medida humana, comúnmente decimos que se abaja.
Hay dos momentos
importantes de este abajamiento o vaciamiento de Dios, de esta kénosis, la
Encarnación y la cruz, sin embargo la segunda es, en el fondo, consecuencia de
la primera. La encarnación para ser plena tenía que asumir también la muerte.
Otra cosa muy distinta es la razón por la cual Jesús muere.
Nos podemos preguntar
¿para qué Dios se encarna? y ¿por qué la encarnación es redentora?
Con la encarnación se da
una doble revelación, Jesús nos revela a Dios, pero al mismo tiempo, como
indica la constitución pastoral del Concilio Vaticano II Gaudium et Spes, Jesús «manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre» (GS 22).
Por la encarnación Dios
busca la comunión con el ser humano, por eso se le acerca, se abaja, le habla,
se aproxima lo más que puede «para que todos sean una cosa, así como tú, oh
Padre, en mí y yo en ti, que también ellos lo sean en nosotros» (Jo 17, 21).
Por la encarnación
descubrimos que Dios es Padre amoroso, misericordioso, a quien Jesús se dirige
con la expresión de Abba, pero que al mismo tiempo es un Dios menesteroso –como
afirma Alfred Rubio–, quiere, busca ser amado, y se abandona en nuestro regazo
cual niño, al mismo tiempo que nos pide que nos abandonemos, que confiemos
también nosotros cual niños: «De cierto os digo que si no os volvéis y os
hacéis como los niños, jamás entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18, 3). No
se trata de que seamos infantiles, de que no asumamos responsabilidades, de que
queramos ser cuidados a toda costa… No, no se trata de eso, sino de que tomemos
consciencia de nuestra fragilidad y de que nos abandonemos confiadamente en
Dios. De esta forma cuando nos relacionemos con los otros lo podemos hacer a
imagen de nuestra relación con Dios. Así como Dios es Padre, tenemos que amar
al otro con amor paternal y misericordioso; y de la misma forma que se abandona
en nosotros como un niño, nos tenemos que dejar amar con amor filial y
humildad, reconociendo nuestra «indigencia».
Por la encarnación descubrimos
que Dios es un Dios trinitario, comunión de amor desbordante que ama creando y
crea amando.
Dios se encarna para que
podamos sentir de manera más patente su amor, oscurecido de mil formas, se
encarna porque desea alcanzar también con nosotros una comunión de amor, por
eso se abaja, se vacía de Sí mismo, se hace a medida humana para que podamos
acoger ese amor que es transformante.
Pero Dios también se
encarna para humanizarnos, por eso Jesús manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre. ¿Qué nos revela Jesús del ser humano? En tres aspectos, en dejar
transparentar el rostro de Dios, en ser uno con el Padre, y en ser para los
otros, amándolos hasta el extremo.
En primer lugar, vemos
pues que la humanidad puede dejar transparentar el rostro de Dios Padre, y la
humanidad e Cristo la deja transparentar perfectamente, hasta el punto de que
puede afirmar: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). En nuestra vida lo
podríamos traducir en saber y experimentar que nuestra existencia se sustenta
en Dios, no somos seres autogenerados, sino donados.
En segundo lugar,
Jesús vive en una perfecta comunión con el Padre, desea que su voluntad se haga
en todo momento, vive para el Reino de Dios. Pero si lo que Dios desea es
amarnos y nosotros le amemos, su voluntad no se puede reducir a un conjunto de
preceptos que a los que tengamos que rendir obediencia, puesto que el amor no
se da en la obediencia, sino en la libertad, en la entrega por amor. A nosotros
nos es difícil captar el significado de la palabra voluntad, puesto que en la
lengua materna de Jesús tiene un significado mayor que el que tiene en nuestras
lenguas modernas, pues la voluntad en hebreo está relacionada con lo que para
Dios es fuente de gozo y de alegría, el cumplimiento de su plan de salvación y
la venida de su reino (Cf. Julio López, “Hágase tu voluntad así en la tierra como en
el cielo,” in Josep Mª Rovira [et. al.], En
torno al Padre-nuestro (Madrid: Narcea, 1998).
El
tercer punto Jesús vive para los otros, esta comunión con el Padre que le lleva
a tener con Él una sola voluntad, le lleva a amar a los otros hasta el punto de
dar su vida.
De
alguna forma podríamos decir después de lo visto, que no se puede deslindar la
revelación de Dios en Jesús de la revelación del ser humano en Jesús. Al
revelarnos la paternidad de Dios, se revela al mismo tiempo nuestra filiación,
y la plenitud del ser humano es vivirla gozosamente; al revelarnos que Dios es
comunión de amor, nos revela al mismo tiempo que desea hacernos partícipes de
la misma, lo que significa que la plenitud del ser humano es alcanzar tener una
voluntad con Dios Padre; al revelarnos que Dios se nos quiere aproximar y
entregar, nos revela que somos dignos de ser amados por Dios, todos y cada uno,
y si somos dignos de ser amados por Dios, también lo somos de ser amados por
los demás.
La
revelación a medida que nos muestra el rostro de Dios, nos va mostrando la
realización plena del ser humano.
Gemma
Manau
Portugal
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