12 de mayo de 2018

Pliego nº 112


La muerte, ¿don o mal absoluto?


En nuestra sociedad avanzada y tecnológica la muerte cada vez más es un tabú, un mal que quisiéramos evitar a toda costa. No sabemos muy bien cómo lidiar con esta realidad. De manera que al no saber cómo hacerlo, la hemos barrido de nuestro cotidiano y la hemos escondido debajo de la alfombra. Así, parece que no está. Y como no la vemos podemos vivir como si no existiera.



En sentido opuesto, Alfredo Rubio afirmaba que la muerte es un don. Dicho así a bocajarro resulta una afirmación difícil de comprender. ¿Cómo va a ser la muerte un don si con ella acaba la vida con todas las posibilidades de gozo que ella conlleva? Si él mismo exclamaba: «¡Sí; qué gozo existir! Haber contemplado olorosamente una magnolia, haberme estremecido muchas miradas mirándome... rozarme una palabra amiga... esculpir unos proyectos. Haber visto en mi principio surgir una casa...» .

Puede que nos ayude a entender en qué sentido la muerte es un don, el hecho de que este mismo autor también indica que la muerte es la vacuna contra la soberbia, o sea, que nos ayuda a precavernos de la tentación de querer ser diosecillos en vez de aceptar con alegría nuestra realidad de ser seres creados y por ello limitados.

La muerte es un don porque es parte de ese don que es nuestra existencia, pero además es don porque nos ayuda a vivir en el presente, que es realmente donde podemos actuar, relacionarnos con los otros, amar, soñar, reír, gozar, y claro está también padecer, pues es parte de nuestro límite. Pero la muerte nos recuerda que es en el presente donde se hallan estas y muchas más posibilidades.

David Maria Turoldo, lo expresa con un cuento. Esbozaré aquí un resumen del mismo. Se trata de una isla en la que las personas no morían. Vivían 700, 800 años… enfermaban, se marchitaban los sentimientos, pero continuaban viviendo… Y se pregunta el autor: ¿Qué se podían decir de nuevo unos a otros? Sin embargo, señala Turoldo, lo peor era la desaparición de todo sentimiento de ternura y piedad, pues se decían «¡no morirá!».

El cuento acaba en que los habitantes de aquella isla suplican a Dios que les mande la muerte.

Sin la noción de finitud el tiempo es una línea que no se acaba nunca. El presente pierde peso específico, porque siempre hay tiempo por la frente, nada nos apremia a la compasión, al aprecio cordial, al mutuo bienquerer.

Y yo me pregunto, ¿sin conciencia de nuestra finitud, de nuestro límite, somos capaces de anclarnos en el presente, en la realidad de lo que es, de lo que realmente existe? ¿Pero este vivir el presente será un nihilismo? ¿Se tratará de un hedonismo? La pregunta me remite a lo referido al inicio. Vivir el presente como si no hubiera muerte, precisamente porque se la considera como el mal absoluto –y por ello se la esconde debajo de la alfombra–, nos lleva a un gozar desenfrenado de la vida, sin sentido, y como los habitantes de aquella isla de seres inmortales, con sentimientos de ternura y piedad marchitados, mustios, como si huyéramos de algo.

Sí, ¡qué don es la muerte!, que aceptada con alegría nos permite vivir anclados en el presente, y acoger como don gratuito la resurrección. ¿Cómo podremos sino, vivir la eternidad, eterno presente, si no hemos aprendido a vivir anclados precisamente en el presente y gozarlo?

Clara Isabel Matos
Portugal


No hay comentarios: