La Esperanza como virtud teologal
Esperanza es un término coloquial, de frecuente utilización. De hecho, podemos ver que tenemos un sinfín de esperanzas:
- Esperamos que mejore nuestra vida, nuestra salud, nuestra economía, nuestra suerte...
- Esperamos ser aceptados, ser queridos, ser admitidos en un colectivo...
- Esperamos no equivocarnos, orientar correctamente nuestra vida y ayudar a la orientación de nuestros cercanos.
- Al nacer una persona, decimos que tiene una esperanza de vida; incluso hay una medida estadística que se conoce como esperanza...
Etimológicamente, deriva del verbo esperar (a su vez, del latín spero). La Real Academia Española la define como un estado de ánimo, como el estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea.
Sin embargo, dado que nuestro objetivo es aproximarnos a la esperanza como virtud teologal, parecería pertinente preguntarse qué es una virtud. Consultando de nuevo la Real Academia, vemos que es la disposición de la persona para obrar de acuerdo con determinados proyectos ideales como el bien, la verdad, la justicia y la belleza.
Los griegos ya hablaban de tres virtudes: fortaleza (valentía), templanza (sensatez), y justicia, a las que Platón añadió posteriormente la prudencia. Estas cuatro virtudes definidas por Platón, son las que se conocen como virtudes humanas o morales, también designadas como virtudes cardinales, en tanto que son, principio y fundamento de todas las demás. Estamos en un plano natural. Conviene destacar que una virtud, como disposición habitual del hombre, es adquirida por el ejercicio repetido de actuar, consciente y libremente, en orden a la perfección o al bien. La virtud, para que sea virtud, tiene que ser habitual, y no un acto esporádico, aislado. Es como una segunda naturaleza a la hora de actuar, pensar, reaccionar, sentir.(1)
Continuando con nuestra aproximación nos podríamos preguntar ahora: ¿Qué aporta el adjetivo «teologal»? ¿Qué y cuáles son las virtudes teologales?
Son las virtudes, recibidas ya en semilla en el bautismo, infundidas por la gracia de Dios en la inteligencia y la voluntad de la humanidad para facultarla a la apertura a la vida de relación con Dios. Son tres: fe, esperanza y caridad.
La fe posibilita creer en Dios y en todo lo que Él ha revelado.
La esperanza permite confiar firmemente en el cumplimiento de las promesas de Dios.
Y la caridad faculta para amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos con el amor que Cristo propone.
Estas tres virtudes teologales se presentan siempre íntimamente relacionadas: tenemos esperanza porque tenemos fe y gracias a ellas intentamos vivir en la caridad. Son un don, pero requieren de la apertura y la voluntad del receptor para crecer en el seno de la persona, para ayudarla a encaminarse hacia una vida en plenitud.
En el saludo de la carta de san Pablo a Tito (Tit 1,1-2) encontramos: “Pablo, siervo de Dios y apóstol de Jesucristo, enviado por él para traer a la fe a los que Dios ha escogido, para que conozcan la verdad de nuestra religión, que está basada en la esperanza de la vida eterna. Dios, que no miente, prometió esta vida desde antes que el mundo existiera (...)”
En nuestra sociedad, con una fuerte soberanía de la racionalidad, puede resultar un tanto sorprendente la esperanza de la que hablamos; sin el don de la gracia, es difícil entender la esperanza de vivir en la Gloria Eterna. Sin embargo, esa es la promesa en la que el pueblo de Dios quiere confiar. Objetivamente, el diálogo entre la razón y esta esperanza es complejo.
Con todo, sabemos que la esperanza conlleva un dinamismo propio: el deseo de fidelidad al impulso del Espíritu interior abre y reafirma la confianza de la posibilidad de recibir este bien eterno, y esta confianza dispone a la persona a un estado de ánimo que le posibilita orientar la vida al bien, a la verdad, a la belleza, a la justicia… Y aquello que se hacía difícil de argumentar desde la razón, cuestiona y conmueve desde la vivencia.
En todo caso, la Esperanza tampoco tendría por objetivo el proveer de argumentos apologéticos, sino el vivir felizmente instalados en la caridad, confiando en la promesa de la bienaventuranza eterna.
Pienso en cómo podría explicar a alguien que me preguntase cómo sería vivir instalado en la esperanza y me surge esta pequeña narración:
«Imagínate un camino, un camino largo. Los caminantes tendrán varios días de andadura antes de llegar al final. Allí hay una posada, que acoge a los viajeros: descanso y encuentro al final con quienes lo recorrieron. El camino, es a trechos rocoso, a trechos alfombrado con una suave hierba que descansa los pies; claro que también hay algún que otro barrizal.
Algunos tramos están bien señalizados, en otros se pierde un poco el rastro; subidas y bajadas suceden a llanos. Cruza zonas boscosas con fresca sombra y fuentes abundantes, pero también llanos soleados donde la única sombra es la que uno proyecta en el suelo. El caminante debe escoger qué llevará durante el camino: ligero de equipaje se moverá más rápido, pero a lo mejor echará en falta algo importante; pero, si se pertrecha en exceso, la carga será seguramente muy cansina.»
Vivir la esperanza es iniciar el camino con lo necesario, sin cargarse en exceso, entusiasmado con el destino, pero sabiendo disfrutar de cada día de jornada, sorprendiéndose y gozando cada día de las mil y una maravillas diseminadas a lo largo del camino, el cielo, los árboles, las caprichosas formas de las rocas, el canto de los pájaros…
Vivir la esperanza es disfrutar de la soledad y de la compañía, cuando la ocasión la ofrezca; escuchando con amor e intentando hablar con sabiduría; y siempre buscar el buen humor.
Vivir la esperanza es aceptar la lluvia y el viento, sabiendo que forman parte del mismo todo, aunque en aquel momento sea fastidioso. Aceptar que, aunque algunas piedras lastiman los pies, nadie las puso allí para molestar. Intentar ver de lejos los barrizales para sortearlos y en todo caso no pararse y salir cuanto antes del terreno pantanoso.
Vivir la esperanza es ir conociendo las fuerzas propias, sabiéndose tomar los descansos necesarios.
Vivir la esperanza es saber mantener un sano equilibrio entre el deseo de llegar y la felicidad que da el disfrutar del camino.
Vivir la esperanza es saber caminar con talante jovial rehuyendo desánimos y pesimismos.
Vivir la esperanza, es también pensar, a veces, en el final del camino, donde espera el agradable descanso en una posada acogedora, imaginarse disfrutando del encuentro gozoso con los que antes llegaron.
CASI NO TENGO
Casi no tengo,
no tengo nada.
Sólo un poco de vida
que me atardece sin pausa.
Recuerdos: muchos,
muchos como en un arca
en el desván oscurecido
de mi mente agobiada.
Tengo también ¡quién lo diría
teniendo tanta nada!
como un cantar por dentro:
mucha, mucha esperanza.
En Ti.
En tu promesa.
En que me ayudas.
Qué alegría ser tan rico-pobre
al ir acabando de andar
paso cansino, mi jornada.
Alfredo Rubio de Castarlenas
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[1] http://es.catholic.net/op/articulos/1565/cat/69/las-virtudes-teologales.html
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Joaquin Planasdemunt Tobeña
Barcelona (España)
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