12 de septiembre de 2016

Pliego nº 92


La ultimidad nace de la misericordia 


La ultimidad nos recuerda aquellas enseñanzas de Jesús en las que quita valor a la competitividad y a la búsqueda de los primeros puestos y el poder. “El que quiera ser el primero, que sea el último”. Poniéndolo en contexto podemos sacar algunas conclusiones. 

Ser el “primero” para Jesús, podemos interpretarlo no como el primero ante los demás o por encima de los demás, sino como el que está cerca de Dios. El que quiera estar cerca de Dios que sea último. Y, ¿qué sería eso de ser último? “Último” podemos interpretarlo no como el que está por debajo de todos o el olvidado o el marginado, sino como el que renuncia al reconocimiento y a los honores del orden social y se dedica a servir, a hacer mejor y más digna la vida de los que le rodean. 


La ultimidad sería, pues, la actitud de ultimarse. Ser consciente de mi situación vital y de la situación de los seres que me rodean para, así, poner mis capacidades al servicio de su bienestar. De forma gratuita, alegre, humilde. Discreta. Esto requiere de mucha paciencia hacia mí mismo y hacia los demás, ya que las relaciones humanas son un bien frágil. Con cada persona establezco un equilibrio que a veces es muy precario. 

Aquí es donde el trabajo con nosotros mismos nos puede ir ayudando a crear equilibrios más bellos en nuestro trato con los demás. En los pequeños resquicios de nuestras relaciones interpersonales es donde podemos experimentar aquello que se llama “misericordia”. 

Podríamos aventurar una definición de misericordia recogiendo su etimología. Misere quiere decir necesidad, pena, miseria. Cordis es lo relacionado al corazón. Y la terminación ia hace referencia a una apertura hacia el otro, un sentimiento de solidaridad o empatía. De la unión de estas partículas podemos decir que la misericordia es “abrir el corazón hacia quien pena, disponer el corazón hacia las necesidades de los demás”. 

La práctica de la ultimidad se nutre o, mejor dicho, nace de la misericordia. Cuando abro mi corazón hacia la realidad, comenzando por mí mismo como parte de esa realidad, me doy cuenta de que existen precariedades a las que yo puedo contribuir a mejorar. 

Cuando tenemos la oportunidad de convivir con otras personas, sean familiares o no, en ocasiones las diferencias hacen que vayamos cerrando nuestro corazón para no ser lastimados porque su situación vital pone en riesgo la mía o interrumpe mi comodidad. Vamos mirando, cada vez más, sólo nuestras necesidades e intereses y dejamos de apreciar qué le pasa a las otras personas. Hasta que las relaciones entran en verdaderas crisis y se abren brechas insalvables. 

La misericordia comienza siempre por uno mismo. ¿Cómo puedo abrir mi corazón hacia mí e indagar qué me sucede? Parece una paradoja. Muchas veces resulta que soy un verdadero extraño para mí mismo. La vida es corta, no desaprovechemos la oportunidad de ser misericordes con nosotros mismos. Esto nos ayudará a serlo con los demás. Aprendamos a escucharnos en nuestros sufrimientos y también en nuestras alegrías, son esas voces que nos hablan de quiénes somos en realidad. A partir de ahí podemos ayudarnos o pedir ayuda para caminar con más serenidad por la vida. 

Esta misericordia hacia mí, por añadidura, se extenderá hacia los demás. Porque si yo sufro por las cosas de la vida, los demás también. Si yo merezco ser feliz, los demás también. 

Vivir la misericordia nos lleva a buscar la ultimidad. La ultimidad como camino, como herramienta de trabajo para construir relaciones más sanas, tanto a nivel próximo, como a nivel más social y global. 

La misericordia está en el origen de la ultimidad. La alienta. ¡Bienaventuradas las personas que miran la realidad con misericordia: Dios mora en ellas!

Javier Bustamante 
Barcelona (España) 

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