12 de julio de 2015

Pliego nº 78


De la verdadera y perfecta alegría


Una constante aspiración de las personas es tener no sólo paz en el corazón, sino también alegría, una chispeante vivencia que nos hace los días más gratos y se refleja en un ánimo positivo, en una facilidad para reír y para asumir los aspectos menos fáciles de la vida. Buscando ese cálido tono de ánimo, muchas personas corren de aquí para allá entre espectáculos, tiendas o viajes y pueden gastar grandes cantidades de dinero en ropa, tecnología, accesorios… y sin embargo continuar con un tono de ánimo tristón y desilusionado.

Así pues… ¿cómo se llega a la auténtica y profunda alegría? 

Aceptar la existencia tal cual es, es el primer paso. Sin éste, quizá nunca lleguemos a experimentarla.

La fe en Cristo es un don, un nuevo camino de alegría, una alegría progresiva. Desde esa muy visible en la conversión y el perdón, pasando por momentos más o menos duros pero también salpicados de gozo, hasta una alegría más honda, más duradera, más contagiosa aunque menos cascabelera. La perfecta alegría que sólo puede dar el Espíritu Santo.

Cuentan las fuentes franciscanas que cierto día Francisco, en Santa María de los Ángeles, llamó a fray León y le dijo:

– «Hermano León, escribe.» El cual respondió: – «Heme aquí preparado.»

– «Escribe –dijo– cuál es la verdadera alegría. Y refirió:»

«Viene un mensajero y nos dice que todos los maestros de París han ingresado en la Orden. Escribe: No es ésta la verdadera alegría.

Y también que todos los prelados de Francia, arzobispos y obispos; y hasta los reyes de Francia y de Inglaterra, han ingresado en la Orden. Escribe: No es la verdadera alegría.

O que mis frailes se fueron a los infieles y los convirtieron a todos a la fe; o que tengo tanta gracia de Dios que sano a los enfermos y hago muchos milagros: Te digo que en todas estas cosas no está la verdadera alegría.

Entonces, ¿cuál es la verdadera alegría?

Vuelvo de Perusa y en una noche profunda llego a casa, en un invierno de lodos y tan frío, que se forman canelones de agua congelada en las extremidades de la túnica, y hieren continuamente las piernas, y mana sangre de tales heridas.

Y todo envuelto en lodo y frío y hielo, llego a la puerta, y, después de haber golpeado y llamado por largo tiempo, viene el hermano y pregunta: ¿Quién es? Yo respondo: El hermano Francisco.

Y él dice: Vete; no es hora decente de andar de camino; no entrarás.

E insistiendo yo de nuevo, me responde: Vete, tú eres un simple y un ignorante; ya no vienes con nosotros; nosotros somos tantos y tales, que no te necesitamos.

Y yo de nuevo estoy de pie en la puerta y digo: Por amor de Dios recogedme esta noche. Y él responde: No lo haré. Vete al lugar de los apestados y pide allí.

Te digo que si hubiere tenido paciencia y no me hubiere alterado, que en esto está la verdadera alegría y la verdadera virtud y la salvación del alma».

Esta encantadora y tremenda narración asegura que la perfecta alegría no viene de las buenas noticias externas, de los acontecimientos felices, de las propias capacidades, sino de una manera de vivir. Un modo de ser y asumir la vida que transforme el mal, la indiferencia y el desprecio, en amor y mansedumbre. Por eso dice San Pablo que “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de Cristo”, que es el gran y único Maestro que nos enseña cómo transformar el mal en bien. Sólo asociados y unidos a Él, con el Espíritu Santo, podemos realizar este prodigio. Nadie con sus solas fuerzas es capaz de ello. La muerte de los mártires es justamente esto. ¡Y por ello están profundamente alegres y pueden cantar camino del martirio! Aunque padezcan dolor y rechazo, saben que son medios de Dios para que el Amor entre en el mundo.

Alfredo Rubio, cuando en 1994 padeció en Hermosillo (Sonora, México) un terrible infarto y una experiencia tremenda sobre la grandeza inabarcable de Dios, hizo varios descubrimientos sobre la alegría, en la línea de San Francisco.

El primero: no hay mapa. Para vivir según Cristo, después de su Resurrección y Ascensión al Cielo, no hay mapa; ya no podemos recurrir a modelos o instructivos. Hay que aprender a dejarse llevar por el Espíritu Santo siendo llamas de caridad en medio del mundo.

El segundo: supone soledad. Ser llamas de caridad implica una gran soledad interior porque la gente, ante la llama, teme quemarse y con frecuencia se aleja. 

El tercero: que varias llamas juntas forman un centro más luminoso de Espíritu Santo y son mayor testimonio y viven una mutua compañía muy honda.

El cuarto: el “humus” del sufrimiento. Alfredo señalaba que debemos hacer unas “ciudades de la alegría”, lugares donde las personas se amen, lo cual se hace visible en cuidar a los ancianos con alegría (4M). Esas ciudades o pueblos de la alegría, llenos de zonas verdes, de hierba y árboles frutales, se construyen sin embargo sobre el humus de un enorme sufrimiento: el del silencio de Dios, y de los santos; el desierto, el abandono de Dios. Aquí las palabras de Alfredo Rubio: “Pero resulta que hay una alegría nueva de Espíritu Santo que solamente viene, será fecunda y esas ciudades construidas después de una probación terrible de soledad, de sequedad, de falta de la más mínima agua de bautismo, de presencia, de ternura, de compañía, de nada”

San Francisco vivió dos años de sequedad, soledad y silencio de Dios; una experiencia terrible antes de recibir el don de configurarse con Cristo crucificado, durante su estadía en La Verna, con los estigmas visibles.

Alfredo Rubio señala eso mismo como camino inevitable hacia la perfecta alegría: la de transformar todo mal en bien, toda pena en amor, todo sufrimiento en luz. Lo importante no es el sufrimiento. Lo importante es el amor y la confianza en Dios aún en esas tremendas circunstancias.

Y así, llegamos a la plaza de la perfecta alegría. Que es contagiosa y da luz.

Leticia Soberón
Madrid (España)

 

1 comentario:

David Alvarez Martin dijo...

Es un precioso texto Leticia, en esta madrugada donde todavía no concilio el sueño, me acercas a Francisco y a Alfredo. Gracias!!!