Dios, tan íntimo y tan inabarcable
A menudo en nuestra relación con Dios se da la paradoja de que cuanto más nos acercamos a él, parece que aún nos alejamos más. Cuanto más se nos muestra, cuanto más se nos revela más lo descubrimos como misterio insondable.
Podemos experimentarlo en nuestro interior, podemos tener una relación muy íntima con Dios, tal como nos la narran los místicos. O, en vez de tomar la vía afectiva podemos valernos de nuestra razón y analizar la revelación que nos es dada, estudiarla para intentar comprenderla. Sea como fuere, siempre nos toparemos con el inmenso misterio que Dios es para nosotros.
En nuestra relación con Él conviven dos dimensiones aparentemente incompatibles: una gran intimidad y una total alteridad. Dios es para nosotros un Ser tan íntimo, que es capaz de colmar nuestra más profunda soledad; «Sólo Dios basta» nos diría Santa Teresa de Jesús. Sin embargo, al mismo tiempo tenemos la certeza de que, aun conociéndole, Dios es nuestro mayor desconocido, el totalmente Otro para nosotros.
Acercarnos a Dios es como adentrarnos en el espacio. A medida que los avances científicos evolucionan, a medida que vamos descubriendo nuevas estrellas, el cosmos se nos presenta como más recóndito, como más inabarcable y mayor es nuestra sorpresa cósmica de existir. Tal vez esta imagen nos pueda ayudar a explicar esta paradoja del Dios que se revela, pero que revelándose continúa siendo inabarcable para nosotros.
Ya la palabra revelar es polisémica. Revelar significa mostrar aquello que está velado, o sea retirar el velo; pero al mismo tiempo revelar significa volver a velar, esconder de nuevo. Dios es Aquel que se muestra, que se nos acerca al punto de hacerse niño. Es aquel que se manifiesta a medida humana para que lo podamos conocer y amar pero que al mismo tiempo permanece callado, velado. Cuán doloroso es para los místicos el silencio de Dios.
Ante el mal, este exceso de mal que hay en el mundo, parece que Dios calla, a tal punto que para algunos pensadores el mal se ha convertido en roca del ateísmo.
Pero su silencio puede ser una elocuente palabra del más profundo respeto de Dios ante la libertad humana.
Para Alfredo Rubio la libertad es el «gran florón de nuestro ser peculiar». Ahora bien, que la libertad sea lo más hermoso del ser humano no significa que por ello deje de ser limitada y capaz de mal. Es más, porque somos libres somos seres capaces de mal, sin embargo, la libertad nos hace al mismo tiempo capaces de amar ya que el amor o «surge libre y claramente o no es auténtico». Con nuestra libertad y nuestra inteligencia podemos conocernos y amarnos a nosotros mismos, podemos amar al otro, a todo otro que comparte con nosotros el tremendo gozo de existir. Y podemos finalmente amar al Otro.
Parece que en nosotros también se da la paradoja, o antes sea una manifestación del misterio que cada uno de nosotros es, reflejo de Aquel Misterio inabarcable que amorosamente se encarna para plantar su tienda entre nosotros.
Gemma Manau
Portugal
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