12 de abril de 2014

Pliego nº 63


SED DE SER UNOS

Como seres humanos, vivimos una dimensión individual y otra social. Nacemos solos, pero nacemos de dos. Desde la esencia, somos seres sociales. Algunos nos dirán que somos seres irremediablemente sociales. Pasamos años tratando de construir la propia identidad, buscándola y permitiendo que crezca. Desde la familia hasta la escuela, el buen educador será el que permitirá que emerja lo más genuino de cada educando, lejos del ‘copiar y pegar’ tan propio a cierta edad.

Pero otra dimensión más allá de la individual se va desplegando en el proceso de construcción de la propia identidad, pues ésta se configura por interacción con los otros. Nuestros otros nos constituyen. Pero más allá del ‘soy yo y mis otros’ hay una dimensión que nos sobrepasa, que nos constituye y a su vez está más adentro y más afuera de nosotros. Es la que llamamos dimensión transcendente, porque trasciende nuestro yo más inmediato. 

Así es como, desde nuestra dimensión espiritual, nuestra relación con Dios no la tenemos sólo desde esa unicidad e individualidad, sino también desde la interrelación con nuestros próximos. Si esa relación dual con Dios la mantenemos en los espacios y tiempos de oración soledosa, la relación comunitaria con Dios supone otro espacio y tiempo que no podemos descuidar. Además de constitutiva humana, implica desplegar nuestro ser con los demás. Por ello, los espacios y tiempos de oración comunitaria impregnan esa disposición a vivir la unidad en la diferencia y a vivir la armonía con los modos plurales de ser y seguir siendo.

La oración compartida nos sitúa en una relación no dual con Dios, amplía nuestra vivencia de filiación a una vivencia de hermandad. La misma oración del Padre nuestro nos describe esa relación paterno-filial de muchos hijos e hijas con un mismo Padre-Madre. De tal modo que, saliendo del dualismo, la expresión “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10, 30), ya no suena a pérdida de identidad, a diluirse y negarse, sino a ser plenamente unos en el Padre, sin dejar de ser, dejarse hacer, no para diluirse, sino para fundirse en el Ser en plenitud, que no es sin que seamos en El. “El Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn. 10, 38). Sentir esa presencia de la Presencia es vivir en el Ser que llena de sentido todo el ser que es mientras se deja ser, que llega a su plenitud porque alberga en él toda la dimensión comunitaria, compartida de unidad en la diversidad.

En este inicio de Semana Santa, pedimos la gracia de vivir la unidad de todo aquello que nos dispersa, divide y desidentifica como hijos e hijas. Pedimos el coraje de vivir la coherencia de haber hecho experiencia de esta unidad. Ya nada es igual. Vemos una misma realidad desde otra dimensión, la que nos permite esa dimensión compartida de la fe, de la oración sostenida por la fuerza de la unidad, de la hermandad.

La oración compartida, además de unirnos en una misma contemplación, libera del autocentramiento para abrir a la percepción más allá del propio yo. La dimensión comunitaria de la oración lleva a la apertura y trascendencia como sistema abierto y vivo, dinámica y en permanente movimiento. No en vano, aquello que caracteriza la vida de Jesús es su experiencia de unidad con el Padre.

Rosa Astals
Barcelona (España)


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