HABLAR DE DIOS
Es bien conocida la frase atribuida a santa Teresa cuando exhorta a sus monjas diciéndoles que tenían que hablar de Dios o no hablar. Deberíamos ahora, como entonces, volver sobre esta reflexión. ¿Sabemos ahora hablar de Dios? De ese Dios que no está ni arriba ni abajo, sino que está en y con nosotros y con nuestra historia humana. De ese Dios que no es ni masculino ni femenino, sino que es el misterio inefable de nuestra realidad, para el que todos nuestros conceptos humanos no son más que analogía. Ese Dios del que sólo se ha podido alcanzar a decir alguna palabra desde la experiencia profunda de su actuar entre nosotros: Padre y Madre a la vez; Él y Ella; Palabra encarnada; Aliento y Ánima que vivifica.
Pensamos, con frecuencia, que es difícil hablar de Dios en nuestro mundo tan frívolo, tan instalados en los valores de lo tangible.
Me atrevería a afirmar que también Dios es de alguna manera tangible, o por lo menos que, desde la fe, podemos dar testimonio de la cercanía absoluta de Dios, este modo de ser de nuestro Dios más íntimo a nosotros que nosotros mismos, como tan magistralmente expresó San Agustín. Creo que en nuestro mundo muchos NO han olvidado a Dios. Más que la muerte de Dios o el silencio de Dios, de lo que tanto hablaron algunos filósofos y de lo que tanto se comentó en el siglo pasado, lo que puede estar pasando es que muchos han dejado de prestar atención a las “noticias” sobre Dios. Y esto podría ser así porque las palabras, las cosas que se dicen sobre Él no iluminan la vida real. Lo que se dice sobre Dios, nuestras palabras sobre Dios, dejan de interesar a muchas personas, y eso es algo a lo que hay que prestar mucha atención.
Hablar de Dios o no hablar. Hay que acertar a hablar de Dios con palabras llenas de unción, pero profundamente entendedoras, que no tengan regusto a rancio. Hablar con palabras y hablar con la vida, con gestos llenos de compromiso humano, asumiendo al prójimo en sus necesidades reales, sobre todo respondiendo a las necesidades más urgentes, dejando que ellas duelan en nuestra propia carne. Eso es hablar bien de Dios que nos quiere hermanos, unidos en la fraternidad. Algunas veces hablaremos y alabaremos a Dios sin nombrarle para nada, sólo con la presencia llena de servicio amoroso. Cuanto más amemos hacer el bien y más lo afirmemos, como una ley que es el norte de nuestras vidas, tanto más irradiaremos a Dios en nosotros… Aunque, si los que decimos creer en Él no lo nombramos nunca, ¿quién lo hará?
Hay que tocar muy de pies al suelo cuando hablamos de Dios, aunque nos atrevamos al mismo tiempo a ser un poco o un mucho místicos. Pero una mística de ojos abiertos y completamente conectada a la vida. No podemos hacer angelismo, sino que hay que amar y acoger con ternura la realidad. Hay que atreverse, sin embargo, a pensar cosas nuevas sobre Dios, ese Dios inabarcable del que nunca llegaremos a saber sobre Él más de lo que Él mismo quiera mostrarnos. Los que decimos tener fe, vemos y experimentamos la gloria de Dios que es su presencia, su cercanía y su misericordia; es decir, experimentamos su forma de manifestarse en el mundo como su Espíritu, ese que está más cerca de nosotros que nosotros mismos, que nos re-crea continuamente y nos posibilita ser proféticos.
Hablar bien de Dios, bendecir a Dios, alabar a Dios, para hacer venir su Reino, esa es la razón de nuestro existir, y hacer esto en un mundo, nuestro tan querido mundo, que está cambiando a una velocidad nunca vista anteriormente. Aún, ni tan solo conocemos el lenguaje para dar nombre a lo que de verdad está ocurriendo globalmente. Aún estamos empezando a formular el pensamiento adecuado a lo que está naciendo. Estamos todos en búsqueda, creyentes y no creyentes. Estamos en búsqueda pero no en la oscuridad, la nuestra es una búsqueda impregnada de la luz del Evangelio. Y desde ahí, necesitamos un pensamiento nuevo de verdad, que se atreva a ir más allá de lo que hasta ahora nos ha sostenido.
Necesitamos conocer más sobre Dios, sobre nosotros mismos y sobre el mundo que habitamos, quizás también sobre otros mundos. Conocer sobre Dios es seguir buscándole y escuchándole en la revelación que también se halla escondida en los signos de los tiempos. Somos buscadores de Dios. El apóstol san Pablo en el areópago de Atenas habló de buscar, de sentir y de encontrar a Dios, que no está lejos de ninguno de nosotros y en quien vivimos, nos movemos y existimos. Estamos ahora llamados a una nueva libertad, y en la medida en que seamos libres llegaremos a tener palabras nuevas capaces de iluminar las realidades de esta vida con los valores del Reino. Estamos llamados, al lado de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, a construir la humanidad que está surgiendo, aunque las palabras y los gestos que necesitamos aún se están gestando, poco a poco, hasta que lleguemos a darlos a luz, en un parto universal.
Hablar bien de Dios, bendecirlo, alabarlo, lleva implícito una gratitud profunda, quizás no expresada pero sí muy real, ante la obra de su creación que es el más fiel “icono” de Dios. Dejar que el don de la belleza anide en nuestros corazones, nos transformará a nosotros también en “iconos” esparcidos por el mundo. Una mujer, mística de nuestro tiempo, afirmó que tenemos que “ayudar” a Dios. Es bien verdad. Tenemos que ayudar a Dios, ayudar a revelarlo, darlo a conocer. Siempre hemos pedido a Dios que nos ayude Él a nosotros. Parece muy pretencioso, muy atrevido invertir la propuesta pero no lo es. Requiere mucha humildad hacer eso. Ayudar a Dios para que esté bien vivo en nosotros. Dejarse inundar por Él, hasta quedar llenos de Él y vacíos de nuestras pretensiones. Dejarse envolver, penetrar por la música de Dios por completo, hasta que suene desde dentro. Ayudarle también para que viva en los que aún están cerrados a su luz. Y este ayudar a Dios no puede ser otra cosa que la acogida más cálida, el amor incondicional, la amistad entregada y fiel, la responsabilidad y el “cuido”, también incondicionales, de unos a otros. Cuidar la vida, cuidar el hábitat, de manera que Dios que es amor creador sea dado a luz en cada uno de nosotros.
Ayudar a Dios hasta quedar grávidos de Dios. Esto es hablar bien de Dios, alabarlo, bendecirlo, en lo que Él es.
Manuela Pedra
Barcelona (España)
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