12 de marzo de 2013

Pliego nº 50


Valorar y agradecer nuestros talentos. Purificar intenciones

Los diez mandamientos, recibidos por el Pueblo de Israel tras la liberación de la esclavitud en Egipto y después de haber caminado durante cuarenta días por el desierto, expresan la voluntad de Dios para con la humanidad. El contenido de este decálogo, no son imposiciones ajenas ni extrañas a la naturaleza humana, más bien, propone un modo de vivir que favorece una convivencia más satisfactoria y armónica. 

Los mandamientos no se dan en cualquier lugar ni a todo el mundo; son propuestas mostradas a personas que ya han tenido un cierto tiempo de peregrinación por el desierto, tras haber tomado la determinación de dar a un sí total a Dios, con una viva experiencia de liberación que les anima y nortea a alejarse del mal y a estar vigilantes de no caer en servidumbres, ni volver a encadenarse, a realidades que le hagan perder esa libertad recién estrenada.

Posiblemente, la convivencia de estas tribus en el desierto, les hizo tocar vivamente las dificultades en las relaciones interpersonales y entender los posibles riesgos de estropear esa libertad recién estrenada que tanto habían anhelado. Es en esas circunstancias, cuando se da la disponibilidad y se abre el corazón, para acoger estos diez consejos que Yahvé les propone. Por tanto, se podría decir que estas recomendaciones son propuestas para mejorar la convivencia y de ningún modo se deben tomar como normas caprichosas e impuestas.

Además, los diez mandamientos no van sueltos, son progresivos, se han de entender entrelazados unos con otros. Son parte de un itinerario hacia Dios. Una vez liberados de la riada, a la que arrastra el pecado, y con la determinación de no querer el mal ni ser frívolos, Dios propone un itinerario hacia una mejor relación con Él, con la creación y con los demás.

En esa cadena de consejos, una vez asumida la propuesta expresada en el décimo mandamiento, como el alegrarnos de las cualidades de los demás, nos libera del lastre de la envidia y nos pacifica, se propone un paso más, el noveno mandamiento.

No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo (Ex 20,17)

Se nos invita a no desear los bienes del prójimo, porque si alimentamos ese deseo, en el momento que uno puede, se los quita. No detenerse ni un momento a desearlos.

Desear lo que es ajeno deja entrever una actitud de insatisfacción e  incapacidad para valorar  los talentos propios, y en cierto modo, expresa frivolidad e ingratitud a las capacidades y aptitudes que hemos recibido. 

Ciertamente somos limitados, no podemos pretender tenerlo todo, ni serlo todo, ni estar en todas partes, ni tener toda la información. ¡Qué bien ser limitado! Aceptar nuestro límites, que al definirnos, nos hacen únicos e irrepetibles, nos debe lanzar con agradecimiento a la búsqueda y la realización de nuestro papel en nuestro entorno, sin gastar energía ni perder tiempo en desear ser como el otro o codiciar lo que el otro tiene; más bien convencidos que cada quien tiene algo específico que aportar en esta sociedad plural. 

Descubrir y valorar nuestras capacidades y agradecer nuestros talentos, como regalos gratuitos, nos ayuda a purificar el corazón del posible riesgo a usarlos únicamente en beneficio propio. Acoger los dones recibidos con humildad y sencillez nos orienta a usarlos al servicio de la sociedad propiciando trocitos del Reino de Dios en la tierra, en definitiva, nos dispone a sintonizar con la voluntad del Padre, origen y sentido de nuestra existencia.

Purificar las intenciones de nuestros proyectos, tratar de tener un corazón limpio y una mirada clara cada día, en cualquier tipo de tarea ó actividad que realicemos, por insignificante que pueda parecer, nos permite conectar con la fuente de la que se nutre el sentido de nuestra existencia y nos permite gozar de una paz y una alegría difusiva con nuestro entorno.

Remedios Ortiz J.
Madrid (España)

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