El proyecto de de Dios -desde su condición de Creador- es la comunión plena con su creatura. Es ésta la condición propia del ser humano: una creaturalidad llamada a la comunión con su creador como fuente de su propia realización. El sueño de Dios con su creatura es el llamado a la comunión amorosa. Hombres y mujeres, en su condición creatural, hemos sido llamados a la armonía amorosa con el creador. Esta es nuestra vocación!
La renuncia, o el rechazo al amor de Dios, es lo que en términos bíblicos se llama pecado. Este constituye la frustración de los planes de Dios con respecto al hombre. La certeza de la bondad de Dios, que quiere compartir su ser divino con el hombre, abre las puertas para la comprensión del pecado como frustración del proyecto salvífico de Dios. En la Sagrada Escritura, faltar a Yahvé es faltar al proyecto de Dios, lo que, en último término, significa la quiebra del mismo ser del hombre en su constitución más íntima como ser llamado a la comunión. El pecado es, así, una lejanía opcional del hombre con respecto a Dios y su vocación de comunión. Se quiere construir la vida desde una autonomía orgullosa y suficiente que no presta oídos al proyecto divino (cf. Sal 94,7-11; Heb 3,7–4,11). De allí que, desde el punto de vista antropológico, el pecado es perder el camino, desviar el objetivo vital; y, desde el punto de vista teológico, es la frustración de los planes de Dios.
En el trasfondo de los relatos de los primeros capítulos del Génesis (cf. Gén 3-11) se encuentra la convicción de que el pecado prototípico del hombre consiste, en último término, en una decisión que frustra el plan de Dios y cambia las relaciones que constituyen la vida misma del hombre. El hombre creado para realizarse en la comunión con Dios (paraíso), se convierte, a partir de la renuncia a dicha comunión, en extraño para sí mismo (su mujer y hasta su propio hermano de sangre se convierten en sus enemigos -Caín mata a Abel-); la creación se rebela contra el mismo hombre y se torna hostil (el diluvio); las relaciones con los otros y con el Otro, fruto del engreimiento humano, se hacen incomprensibles, agresivas y competitivas (Babel).
De allí en adelante toda la historia toma un matiz diverso al objetivo inicial: el hombre, creado para buscar a Dios, se convierte en el buscado por Él. Toda la historia salvífica es un esfuerzo divino de acercamiento al hombre, ofreciéndole su llamado a la comunión, oferta que, por no ser escuchada, pone al descubierto la libre opción pecaminosa del hombre que quiere realizarse de espaldas a su creador. La Alianza de Yahvé con Abraham (cf. Gén 12), como recomienzo de las relaciones de Dios con su creatura, queriendo conformar un pueblo para sí, no tiene un final feliz a lo largo de la historia bíblica. Que todos pecamos y que todos nos hicimos pecadores desde el comienzo, por libre opción, es la constatación de la Sagrada Escritura. Así lo expresa el libro del Génesis con su relato prototípico del pecado y así lo van verificando históricamente todos los libros de la sagrada Escritura, narrando las expresiones concretas, existenciales e históricas de ese pecado de los orígenes. Todos esos relatos nos colocan frente a la hondura y significación de este misterio de necedad humana que conlleva en su interior la propia deshumanización y la falta de sabiduría para realizar la existencia.
En el segundo Testamento, a partir de Jesús, encontramos la revelación plena de lo que significa la comunión con Dios, a la que estamos llamados, y lo que significa el pecado como negación de esa comunión. Jesús, el hombre perfecto, manifiesta de manera histórica el sueño original de Dios. En Él emerge la condición plena del hombre: no hay realización posible fuera del camino trazado por Dios, pues la constitución esencial del hombre, como ser llamado a la comunión, es pura gracia divina que invade su ser y su realización histórica en términos comunionales de paternidad-filiación. De allí que, en Jesús, el pecado adquiere su real dimensión: es, por una parte, un escándalo y un atropello existencial a la gracia divina y una frustración del proyecto original de Dios, y, por otra, es la frustración de la posibilidad de realización histórica del hombre como ser personal y social. Por eso, para el autor del cuarto evangelio, no hay mayor pecado que no abrirse a la oferta de salvación ofrecida en y a través de Jesús (cf. Jn 8, 24). La acogida de Jesús abre la perspectiva al ser humano de restablecer su realización vital entrando en la órbita de la comunión con Dios con los otros y con el cosmos. Ahora, en Jesús, el Dios creador, quiere reinar y ejercer su señorío sobre la creación como Padre amoroso, revelando nuestra condición filial, y nuestra relación con los otros y el cosmos en términos de fraternidad. Sólo en esta comunión, en su triple realización, el hombre encuentra el objetivo final de su existencia como realización del proyecto original de Dios. Lo que se salga de ahí es errar el camino, es entrar o mantenerse en la esfera del pecado. Es este pecado lo que el segundo Testamento describirá en términos de idolatría, insolidaridad e impiedad. El hombre pierde la vida en la búsqueda desordenada de pequeñas cosas constituidas en ídolos, confundiendo la creatura con el creador (Rm 1, 23-25; Ef 4, 19; 5, 5; Lc 12, 13-32 ), o se es incapaz de mirar a los otros y atender sus necesidades (cf. Mt 18,15; 21-22; Lc 17,4; Lc 18,1-8; Lc 16,19-31), o se llega, incluso, a construir la propia vida ofreciéndose a sí mismo la salvación, considerándose justo ante Dios (Lc 18,9-14) y ante la mirada de los hombres (Mt 23,28), presumiendo no necesitar la oferta de la salvación (Mc 2,17), y obstinándose en vivir en las tinieblas (Jn 9,41; cf Jn 8,24).
Pero en Jesús resplandece la realización del hombre en comunión con Dios como superación de la opción pecaminosa de construir la existencia sobre sí mismo. Las parábolas de la misericordia de Lc 15, revelan la infinita alegría de Dios que sale al encuentro de lo perdido. Quién se deja encontrar en Jesús por la paternidad amorosa de Dios, quien experimenta en él su desbordada ternura, quien siente a través de él su inusitada alegría al encontrar al extraviado, experimenta su vida como puro don y gracia y reencuentra el camino que lleva a la comunión y a la realización existencial, restituyendo el proyecto salvífico original.
Así lo afirma Pablo en la exposición bíblica más sistemática y profunda sobre el pecado en el mundo (cf. Rm 1-3). La reflexión está enmarcada entre dos afirmaciones sorprendentes: «Evangelio... es poder de Dios para la salvación de todo el que cree..., la justicia de Dios se manifiesta en él por la fe» (1,16-17), y «se ha manifestado la justicia de Dios... en Jesucristo al pasar por alto los pecados del pasado» (3, 21-26). Lo que Pablo expone entre ambas afirmaciones no es para condenar al mundo, sino para salvarlo (Jn 3,16-17 y Rm 11,32). De esta manera, si ciertamente somos pecadores y frustramos lo planes de Dios, también es cierto, y mucho más, que donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (cf. Rm 5, 20). En Jesús, en su misterio total de vida, muerte y resurrección, encontramos la revelación de la misericordia divina como oferta de gracia y de perdón. En Jesús, hombre nuevo, como fuente de gracia y perdón, se nos da la plena comprensión de Adán como fuente de pecado. Si por libre opción somos pecadores, por pura gracia creacional somos llamados a la comunión como el constitutivo más propio de nuestro ser.
Así, entonces, Dios, en Jesús, venciendo el pecado, se revela como defensor y aliado del hombre en la lucha contra el enemigo común -el pecado-, y comprometido eficazmente con él mediante un plan de salvación, al que el mismo pecado se opone y obstaculiza.
La renuncia, o el rechazo al amor de Dios, es lo que en términos bíblicos se llama pecado. Este constituye la frustración de los planes de Dios con respecto al hombre. La certeza de la bondad de Dios, que quiere compartir su ser divino con el hombre, abre las puertas para la comprensión del pecado como frustración del proyecto salvífico de Dios. En la Sagrada Escritura, faltar a Yahvé es faltar al proyecto de Dios, lo que, en último término, significa la quiebra del mismo ser del hombre en su constitución más íntima como ser llamado a la comunión. El pecado es, así, una lejanía opcional del hombre con respecto a Dios y su vocación de comunión. Se quiere construir la vida desde una autonomía orgullosa y suficiente que no presta oídos al proyecto divino (cf. Sal 94,7-11; Heb 3,7–4,11). De allí que, desde el punto de vista antropológico, el pecado es perder el camino, desviar el objetivo vital; y, desde el punto de vista teológico, es la frustración de los planes de Dios.
En el trasfondo de los relatos de los primeros capítulos del Génesis (cf. Gén 3-11) se encuentra la convicción de que el pecado prototípico del hombre consiste, en último término, en una decisión que frustra el plan de Dios y cambia las relaciones que constituyen la vida misma del hombre. El hombre creado para realizarse en la comunión con Dios (paraíso), se convierte, a partir de la renuncia a dicha comunión, en extraño para sí mismo (su mujer y hasta su propio hermano de sangre se convierten en sus enemigos -Caín mata a Abel-); la creación se rebela contra el mismo hombre y se torna hostil (el diluvio); las relaciones con los otros y con el Otro, fruto del engreimiento humano, se hacen incomprensibles, agresivas y competitivas (Babel).
De allí en adelante toda la historia toma un matiz diverso al objetivo inicial: el hombre, creado para buscar a Dios, se convierte en el buscado por Él. Toda la historia salvífica es un esfuerzo divino de acercamiento al hombre, ofreciéndole su llamado a la comunión, oferta que, por no ser escuchada, pone al descubierto la libre opción pecaminosa del hombre que quiere realizarse de espaldas a su creador. La Alianza de Yahvé con Abraham (cf. Gén 12), como recomienzo de las relaciones de Dios con su creatura, queriendo conformar un pueblo para sí, no tiene un final feliz a lo largo de la historia bíblica. Que todos pecamos y que todos nos hicimos pecadores desde el comienzo, por libre opción, es la constatación de la Sagrada Escritura. Así lo expresa el libro del Génesis con su relato prototípico del pecado y así lo van verificando históricamente todos los libros de la sagrada Escritura, narrando las expresiones concretas, existenciales e históricas de ese pecado de los orígenes. Todos esos relatos nos colocan frente a la hondura y significación de este misterio de necedad humana que conlleva en su interior la propia deshumanización y la falta de sabiduría para realizar la existencia.
En el segundo Testamento, a partir de Jesús, encontramos la revelación plena de lo que significa la comunión con Dios, a la que estamos llamados, y lo que significa el pecado como negación de esa comunión. Jesús, el hombre perfecto, manifiesta de manera histórica el sueño original de Dios. En Él emerge la condición plena del hombre: no hay realización posible fuera del camino trazado por Dios, pues la constitución esencial del hombre, como ser llamado a la comunión, es pura gracia divina que invade su ser y su realización histórica en términos comunionales de paternidad-filiación. De allí que, en Jesús, el pecado adquiere su real dimensión: es, por una parte, un escándalo y un atropello existencial a la gracia divina y una frustración del proyecto original de Dios, y, por otra, es la frustración de la posibilidad de realización histórica del hombre como ser personal y social. Por eso, para el autor del cuarto evangelio, no hay mayor pecado que no abrirse a la oferta de salvación ofrecida en y a través de Jesús (cf. Jn 8, 24). La acogida de Jesús abre la perspectiva al ser humano de restablecer su realización vital entrando en la órbita de la comunión con Dios con los otros y con el cosmos. Ahora, en Jesús, el Dios creador, quiere reinar y ejercer su señorío sobre la creación como Padre amoroso, revelando nuestra condición filial, y nuestra relación con los otros y el cosmos en términos de fraternidad. Sólo en esta comunión, en su triple realización, el hombre encuentra el objetivo final de su existencia como realización del proyecto original de Dios. Lo que se salga de ahí es errar el camino, es entrar o mantenerse en la esfera del pecado. Es este pecado lo que el segundo Testamento describirá en términos de idolatría, insolidaridad e impiedad. El hombre pierde la vida en la búsqueda desordenada de pequeñas cosas constituidas en ídolos, confundiendo la creatura con el creador (Rm 1, 23-25; Ef 4, 19; 5, 5; Lc 12, 13-32 ), o se es incapaz de mirar a los otros y atender sus necesidades (cf. Mt 18,15; 21-22; Lc 17,4; Lc 18,1-8; Lc 16,19-31), o se llega, incluso, a construir la propia vida ofreciéndose a sí mismo la salvación, considerándose justo ante Dios (Lc 18,9-14) y ante la mirada de los hombres (Mt 23,28), presumiendo no necesitar la oferta de la salvación (Mc 2,17), y obstinándose en vivir en las tinieblas (Jn 9,41; cf Jn 8,24).
Pero en Jesús resplandece la realización del hombre en comunión con Dios como superación de la opción pecaminosa de construir la existencia sobre sí mismo. Las parábolas de la misericordia de Lc 15, revelan la infinita alegría de Dios que sale al encuentro de lo perdido. Quién se deja encontrar en Jesús por la paternidad amorosa de Dios, quien experimenta en él su desbordada ternura, quien siente a través de él su inusitada alegría al encontrar al extraviado, experimenta su vida como puro don y gracia y reencuentra el camino que lleva a la comunión y a la realización existencial, restituyendo el proyecto salvífico original.
Así lo afirma Pablo en la exposición bíblica más sistemática y profunda sobre el pecado en el mundo (cf. Rm 1-3). La reflexión está enmarcada entre dos afirmaciones sorprendentes: «Evangelio... es poder de Dios para la salvación de todo el que cree..., la justicia de Dios se manifiesta en él por la fe» (1,16-17), y «se ha manifestado la justicia de Dios... en Jesucristo al pasar por alto los pecados del pasado» (3, 21-26). Lo que Pablo expone entre ambas afirmaciones no es para condenar al mundo, sino para salvarlo (Jn 3,16-17 y Rm 11,32). De esta manera, si ciertamente somos pecadores y frustramos lo planes de Dios, también es cierto, y mucho más, que donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (cf. Rm 5, 20). En Jesús, en su misterio total de vida, muerte y resurrección, encontramos la revelación de la misericordia divina como oferta de gracia y de perdón. En Jesús, hombre nuevo, como fuente de gracia y perdón, se nos da la plena comprensión de Adán como fuente de pecado. Si por libre opción somos pecadores, por pura gracia creacional somos llamados a la comunión como el constitutivo más propio de nuestro ser.
Así, entonces, Dios, en Jesús, venciendo el pecado, se revela como defensor y aliado del hombre en la lucha contra el enemigo común -el pecado-, y comprometido eficazmente con él mediante un plan de salvación, al que el mismo pecado se opone y obstaculiza.
Alvaro Cadavid Duque
Medellín (Colombia)
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