Salto cualitativo que debe de dar la mujer
Desde mi punto de vista, quizás el salto que hace falta dar sea tan sólo uno. El único salto que en mi opinión se necesita hacer es sencillamente evidenciar aquello que genuinamente siempre hemos sido y somos como mujeres. Mostrar nuestra naturaleza auténtica, sin vergüenzas, sin complejos de inferioridad, con coraje y valentía, y ponerlo al servicio de la diversidad y la complementariedad entre los diferentes carismas en el sí de la iglesia y la sociedad.
Esta alentada manifestación pide en todo caso dos aspectos fundamentales:
- Ser conscientes de lo qué podemos aportar de específico y propio las mujeres. Cuál es el “genio femenino” que nos dota de identidad.
- Recuperar la propia autoestima y dignidad, aprender a amarnos.
Pero me centraré en el primer punto, es decir, ¿qué es aquello de genuino que tenemos las mujeres? ¿Cuáles son las aportaciones específicas de la feminidad?
Para responder a estas preguntas haré algunas referencias a las diferencias psicológicas y morales analizadas por las psicólogas Nancy Chodorow y Carol Gilligan(1)
Según los estudios realizados por estas autoras, las mujeres desarrollan una personalidad más relacional que los hombres por su identificación, más fácil, próxima y reversible con la madre, que las predispone a desarrollar en mayor medida relaciones comunicativas empáticas y estrechas. Por su parte los hombres, de jóvenes, construyen su identidad masculina separándose de la madre (complejo de Edipo) cortando así el sentido primario de un nexo empático. Este hecho provoca, según las autoras, que la estructura psicológica femenina esté más centrada en aspectos relacionales, de intimidad y de cuidado. Una estructura más favorable a desarrollar los valores comunicativos (diálogo, empatía...) y los de acogida (conexión humana, comunión, hospitalidad....).
Dicho esto apunto los siguientes saltos diferenciadores:
-El salto de la justicia a la caridad, de la abstracción a la contextualización, de la objetividad de la abstracción a la subjetividad sentida que habla de las razones del corazón, que rompe toda lógica y que trasciende la realidad empírica para descubrir nuevas realidades inconmensurables.La fe, esta actitud de “receptividad y acogida confiada” (genuinamente femenina) ilumina así al conocimiento abstracto (más propiamente masculino) y lo dota de las llaves interpretativas necesarias para comprender la realidad. Como decía Santo Tomás “aquello que no comprendemos, aquello que no vemos, lo testimonia una fe viva, fuera del orden de las cosas. Aquello que aparece es un signo, no una realidad, esconde realidades sublimes"(2)
La feminidad de Dios se hace presente así en la acción creadora del hombre cuando este no se conforma con las evidencias empíricas, con la manifestación de síntomas reales sino que profundiza y explora la realidad para encontrar el misterio y la verdad oculta que se encuentra en cada fenómeno. Salto pues de la inteligencia a la sabiduría.
-De la confrontación y arbitrariedad al diálogo y la conciliación.
-Capacidad de engendrar, de crear, de dar a luz, dar vida, hacer fructificar… Actitud de confianza, más intuitiva.
-Coraje y valentía, arriesgarse a… (más intuitiva). El hombre tiene tendencia a pensarlo todo y mucho, tenerlo todo más controlado.
-La empatía, proximidad, calidez y ternura.
Desde esta perspectiva me atrevo a afirmar que ante una realidad eclesial que a menudo se vive excesivamente jerarquizada, distante o poco encarnada, las mujeres, especialmente, podemos ser testigos del Amor que acoge, cura, escucha, es bálsamo. Que dirime conflictos, que es comunicativo y que mantiene una actitud constante de receptividad activa ante las necesidades y los problemas cotidianos. Un amor como el de María, abierto y receptivo a acoger interiormente la voluntad del Padre (Lc. 2, 51-52), capaz de aportar aquella calidez necesaria en las relaciones que hagan más habitables y deseables nuestras comunidades eclesiales.
Un amor dispuesto a nutrirse de un diálogo permanente y fecundo con Dios (contemplación, plegaria...), como la actitud de María de Betania (Lc. 10, 38-41), que aporte la mística necesaria capaz de transformar los corazones.
De otra parte, en unos momentos en que nos hace falta un regreso a la “autenticidad”, en que la razón parece haberse puesto también bajo sospecha y se necesita más que nunca “tocar a Dios”, “vivenciarlo”, las mujeres pueden, aun cuando no únicamente ellas, ser las personas claves para volver a dotar de significación la experiencia cristiana, para volver a “visualizar” el rostro de Cristo, para comunicar y volver a hacer creíble el mensaje de la Iglesia ( Mt. 28, 1-10; Jn. 20, 17-18).
Finalmente, ante la debilidad y las dificultades en las comunicaciones interpersonales y grupales, las mujeres podemos ser las impulsoras y almas para el trabajo intereclesial y en comunión, estableciendo puentes de diálogo entre colectivos diversos (Jn. 4, 1-30, la Samaritana) y favoreciendo la colaboración y la coparticipación entre todos los agentes pastorales.
Justo es decir que todavía en muchos ámbitos eclesiásticos la mujer se ve como un peligro, como un elemento desestabilizador, como “Evas” tentadoras del pecado. En el fondo nos tienen miedo.
A pesar de ser cierto que hay bastantes presbíteros y obispos que se implican activamente en la tarea de reducir y limar las desigualdades entre hombres y mujeres en el sí de la Iglesia, a esta le hace falta todavía, con respecto a este tema, luchar mucho por reducir el abismo existente entre el deseo de sus declaraciones y la realidad y es evidente que, en esta transformación, las mujeres habremos de ser las propias impulsoras y protagonistas.
Por otro lado, pese a que las mujeres podemos contribuir de manera más específica y significativa a impulsar y hacer vivir los valores relacionales y comunicativos, nuestro ámbito de participación no puede quedar reducido únicamente a estos aspectos y hace falta ir avanzando más todavía en la construcción de una iglesia vivida desde la comunión profunda entre hombres y mujeres, clérigos y laicos, y desde la coparticipación igualitaria en el ejercicio de las responsabilidades eclesiales. En definitiva, caminar hacia la construcción del verdadero proyecto de Iglesia-Pueblo de Dios, de Iglesia-Comunidad fraternal.
(1) GILLIGAN,C. La moral y la teoría psicológica del desarrollo femenino. Fondo de Cultura Económica. México. 1987. Y también se expone ampliamente esta tesis en: CHODOROW, N., El ejercicio de la maternidad. Psicoanálisis y Sociología de la maternidad y paternidad en la crianza de los hijos. Gedisa, Barcelona, 1984.
(2) Secuencia dela solemidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, citado por Juan Pablo II Fides et ratio 13.
Mar Galceran
Barcelona (España)
Desde mi punto de vista, quizás el salto que hace falta dar sea tan sólo uno. El único salto que en mi opinión se necesita hacer es sencillamente evidenciar aquello que genuinamente siempre hemos sido y somos como mujeres. Mostrar nuestra naturaleza auténtica, sin vergüenzas, sin complejos de inferioridad, con coraje y valentía, y ponerlo al servicio de la diversidad y la complementariedad entre los diferentes carismas en el sí de la iglesia y la sociedad.
Esta alentada manifestación pide en todo caso dos aspectos fundamentales:
- Ser conscientes de lo qué podemos aportar de específico y propio las mujeres. Cuál es el “genio femenino” que nos dota de identidad.
- Recuperar la propia autoestima y dignidad, aprender a amarnos.
Pero me centraré en el primer punto, es decir, ¿qué es aquello de genuino que tenemos las mujeres? ¿Cuáles son las aportaciones específicas de la feminidad?
Para responder a estas preguntas haré algunas referencias a las diferencias psicológicas y morales analizadas por las psicólogas Nancy Chodorow y Carol Gilligan(1)
Según los estudios realizados por estas autoras, las mujeres desarrollan una personalidad más relacional que los hombres por su identificación, más fácil, próxima y reversible con la madre, que las predispone a desarrollar en mayor medida relaciones comunicativas empáticas y estrechas. Por su parte los hombres, de jóvenes, construyen su identidad masculina separándose de la madre (complejo de Edipo) cortando así el sentido primario de un nexo empático. Este hecho provoca, según las autoras, que la estructura psicológica femenina esté más centrada en aspectos relacionales, de intimidad y de cuidado. Una estructura más favorable a desarrollar los valores comunicativos (diálogo, empatía...) y los de acogida (conexión humana, comunión, hospitalidad....).
Dicho esto apunto los siguientes saltos diferenciadores:
-El salto de la justicia a la caridad, de la abstracción a la contextualización, de la objetividad de la abstracción a la subjetividad sentida que habla de las razones del corazón, que rompe toda lógica y que trasciende la realidad empírica para descubrir nuevas realidades inconmensurables.La fe, esta actitud de “receptividad y acogida confiada” (genuinamente femenina) ilumina así al conocimiento abstracto (más propiamente masculino) y lo dota de las llaves interpretativas necesarias para comprender la realidad. Como decía Santo Tomás “aquello que no comprendemos, aquello que no vemos, lo testimonia una fe viva, fuera del orden de las cosas. Aquello que aparece es un signo, no una realidad, esconde realidades sublimes"(2)
La feminidad de Dios se hace presente así en la acción creadora del hombre cuando este no se conforma con las evidencias empíricas, con la manifestación de síntomas reales sino que profundiza y explora la realidad para encontrar el misterio y la verdad oculta que se encuentra en cada fenómeno. Salto pues de la inteligencia a la sabiduría.
-De la confrontación y arbitrariedad al diálogo y la conciliación.
-Capacidad de engendrar, de crear, de dar a luz, dar vida, hacer fructificar… Actitud de confianza, más intuitiva.
-Coraje y valentía, arriesgarse a… (más intuitiva). El hombre tiene tendencia a pensarlo todo y mucho, tenerlo todo más controlado.
-La empatía, proximidad, calidez y ternura.
Desde esta perspectiva me atrevo a afirmar que ante una realidad eclesial que a menudo se vive excesivamente jerarquizada, distante o poco encarnada, las mujeres, especialmente, podemos ser testigos del Amor que acoge, cura, escucha, es bálsamo. Que dirime conflictos, que es comunicativo y que mantiene una actitud constante de receptividad activa ante las necesidades y los problemas cotidianos. Un amor como el de María, abierto y receptivo a acoger interiormente la voluntad del Padre (Lc. 2, 51-52), capaz de aportar aquella calidez necesaria en las relaciones que hagan más habitables y deseables nuestras comunidades eclesiales.
Un amor dispuesto a nutrirse de un diálogo permanente y fecundo con Dios (contemplación, plegaria...), como la actitud de María de Betania (Lc. 10, 38-41), que aporte la mística necesaria capaz de transformar los corazones.
De otra parte, en unos momentos en que nos hace falta un regreso a la “autenticidad”, en que la razón parece haberse puesto también bajo sospecha y se necesita más que nunca “tocar a Dios”, “vivenciarlo”, las mujeres pueden, aun cuando no únicamente ellas, ser las personas claves para volver a dotar de significación la experiencia cristiana, para volver a “visualizar” el rostro de Cristo, para comunicar y volver a hacer creíble el mensaje de la Iglesia ( Mt. 28, 1-10; Jn. 20, 17-18).
Finalmente, ante la debilidad y las dificultades en las comunicaciones interpersonales y grupales, las mujeres podemos ser las impulsoras y almas para el trabajo intereclesial y en comunión, estableciendo puentes de diálogo entre colectivos diversos (Jn. 4, 1-30, la Samaritana) y favoreciendo la colaboración y la coparticipación entre todos los agentes pastorales.
Justo es decir que todavía en muchos ámbitos eclesiásticos la mujer se ve como un peligro, como un elemento desestabilizador, como “Evas” tentadoras del pecado. En el fondo nos tienen miedo.
A pesar de ser cierto que hay bastantes presbíteros y obispos que se implican activamente en la tarea de reducir y limar las desigualdades entre hombres y mujeres en el sí de la Iglesia, a esta le hace falta todavía, con respecto a este tema, luchar mucho por reducir el abismo existente entre el deseo de sus declaraciones y la realidad y es evidente que, en esta transformación, las mujeres habremos de ser las propias impulsoras y protagonistas.
Por otro lado, pese a que las mujeres podemos contribuir de manera más específica y significativa a impulsar y hacer vivir los valores relacionales y comunicativos, nuestro ámbito de participación no puede quedar reducido únicamente a estos aspectos y hace falta ir avanzando más todavía en la construcción de una iglesia vivida desde la comunión profunda entre hombres y mujeres, clérigos y laicos, y desde la coparticipación igualitaria en el ejercicio de las responsabilidades eclesiales. En definitiva, caminar hacia la construcción del verdadero proyecto de Iglesia-Pueblo de Dios, de Iglesia-Comunidad fraternal.
(1) GILLIGAN,C. La moral y la teoría psicológica del desarrollo femenino. Fondo de Cultura Económica. México. 1987. Y también se expone ampliamente esta tesis en: CHODOROW, N., El ejercicio de la maternidad. Psicoanálisis y Sociología de la maternidad y paternidad en la crianza de los hijos. Gedisa, Barcelona, 1984.
(2) Secuencia dela solemidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, citado por Juan Pablo II Fides et ratio 13.
Mar Galceran
Barcelona (España)
1 comentario:
Felicitaciones por éste artículo tan importante para las mujeres y para los hombres de nuestro tiempo.
Quisiera resaltar la importancia para las mujeres, y también para los hombres, conozco algunos que lo han logrado, de pasar de la justicia a la caridad, que es una justicia aún más completa.
Pasar de la abstracción de realidades a la contextualización de éstas mismas, lo cual profundiza aún más nuestro conocimiento y nuestro actuar.
Y elevar nuestra objetividad a una sentida subjetividad, empática, dialogante, conciliadora, creadora, llena de coraje y valentia.
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