12 de diciembre de 2016

Pliego nº 95


La fiesta I: La fiesta, eclosión de lo humano


A lo largo de más de 20 años de trabajo por la paz, me he dado cuenta de que la paz, en sí misma, no basta. No es suficiente para el ser humano. La paz es necesaria, sí, pero como paso intermedio. Pero la paz no es el fin, sino la fiesta.


Por ello me propongo realizar una serie de tres artículos sobre la fiesta, empezando por la dimensión antropológica de la misma.

Una sociedad que vive en paz, pero no festeja, fácilmente acabará por hacer la guerra ni que sea por aburrimiento. La guerra y la fiesta tienen características comunes, pero los efectos de una y de otra son contrarios. En la fiesta se dan, pero en positivo, las mismas características que hacen atractiva la guerra: hay creatividad, sorpresa, emoción, novedad, compañerismos profundos, un vivir siempre alerta, en tensión... saboreando minuto a minuto el milagro de vivir y el esfuerzo e inventiva necesarios para solucionar en cada momento lo imprevisto. Tanto en la guerra como en la fiesta se vive la fraternidad entre gente diversa: se anulan clases sociales, generacionales, pobres y ricos, todos unidos por un mismo fin. 

El ser humano necesita momentos de fiesta dentro del ambiente de paz. Sin paz no puede haber fiesta, pero sin fiesta la paz se deteriora. La fiesta hace más duradera la paz, la consolida y es, también, su seguro. Por eso decimos que lo contrario de la guerra no es la paz. La paz es un paso necesario, sí, pero el ser humano ha de desembocar en fiesta.

La fiesta es la eclosión de lo humano. El ser humano, por su misma naturaleza, es una criatura que no sólo trabaja y piensa, sino que canta, baila, reza, cuenta historias y festeja. Es –en palabras de Harvey Cox– homo festivus. La actitud festiva, rompiendo las rutinas y abriendo al hombre al pasado, amplía su experiencia y lo abre a un futuro mejorable. El talante festivo capacita al hombre para experimentar su presente de un modo más rico, gozoso y fecundo. El hombre industrializado ha comenzado a perder en los últimos siglos su capacidad para la fiesta. Esta pérdida tiene efectos desastrosos para su «humanidad»: lo deforma, privándole de un elemento esencial de la existencia humana, y le quita un medio crucial de captar el importante puesto que ocupa en la comprensión del destino de la Creación. Esta pérdida tiene carácter personal, social y religioso. Si el hombre del siglo XXI no recupera sus facultades festivas, el resultado será desastroso: el núcleo de la visión cristiana del hombre y del mundo quedará destrozado, y sin esta visión, la humanización del hombre quedará gravemente comprometida.

Maria Viñas
Barcelona (España)

Atisbo



Imagen acompañada de un escrito o pensamiento de Dolores Bigourdan(Canarias 1903 - Barcelona 1989) con el fin de ofrecer un espacio de reflexión.

En Clave de 'Ser'





En Clave de Ser, un montaje radial, elaborado por el equipo del Espacio Dolores Bigourdan, para ayudar a la meditación y la reflexión. 


12 de noviembre de 2016

Pliego nº 94

 

Una mujer que revela el rostro misericordioso de Dios

 

Estamos terminando el Año Santo de la Misericordia. El Jubileo comenzó el 8 de diciembre de 2015, solemnidad de la Inmaculada Concepción y terminará el 20 de noviembre de 2016 con la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. En este Jubileo el Papa Francisco nos dice que: “estamos llamados a vivir en misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia” (El rostro de la misericordia, n° 9).


A lo largo de la historia, son muchos los hombres y mujeres que a través del testimonio de su vida, han mostrado el rostro misericordioso de Dios. Quisiera compartirles algunos rasgos de una gran mujer estadounidense, que reveló a través de su vida al Dios misericordioso: Santa Catalina María Drexel. Nació el 20 de noviembre de 1858 en Filadelfia. Su padre era banquero. Su familia era de las más ricas del estado de Pensilvania. Catalina creció con él, con la  segunda esposa de éste (la mamá de Catalina murió al nacer ella), y sus dos hermanas. Su papá y su esposa les dieron a ella y a sus hermanas un ejemplo de amor y de generosidad. En este ambiente, Catalina creció.

Catalina visitó algunas reservas de nativos americanos, en el lejano oeste. Pudo ver la situación de injusticia en que estas personas vivían. También viajó hacia el sur de los Estados Unidos donde pudo ver la dura situación de los afroamericanos. A pesar de haber sido abolida la esclavitud, éstos seguían trabajando en las plantaciones, mal pagados, sin derechos, sin instrucción ni asistencia sanitaria, viviendo una dura segregación racial. Esto impulsó a Catalina a abrir algunas escuelas para estas personas que ella veía tan marginadas.

Al mismo tiempo, Catalina, empezó a tener un deseo interior de ser religiosa contemplativa y se lo planteó a su director espiritual quien le sugirió permanecer como laica hasta que viera claro lo que quería hacer. Ella se dijo a sí misma, que fuera de un convento, podía consagrarse a Dios y dedicarse a los pobres y marginados, cosa que hizo, entre otras cosas, con la apertura de escuelas.

Catalina estaba contenta, pero veía también que ella sola no bastaba para esta tarea: la mies era mucha... En 1887, Catalina hizo una peregrinación a Roma y tuvo ocasión de tener una audiencia con el Papa León XIII. Ella le comentó la gran necesidad de que en Estados Unidos hubiera misioneros católicos y le pidió enviara misioneros. El Papa le dijo: Usted puede ser misionera. Catalina no había pensado en una vida misionera para ella, pero las palabras del Papa le abrieron perspectivas que antes no había imaginado. Entró en una congregación religiosa donde hizo su noviciado. Después de dos años se dio cuenta que aquel no era su camino. En 1891, con otras 13 jóvenes, fundó una nueva familia religiosa, con el nombre de Congregación del Santísimo Sacramento para los indígenas y gente de color. La referencia a la Eucaristía, era para recordar que Cristo se dio a sí mismo para ser alimento para todos sin discriminación de personas.  En 1925, Catalina fundó la Universidad Xavier, la primera institución de estudios superiores de Estados Unidos destinada a los afroamericanos.

Las religiosas fueron con frecuencia perseguidas por considerar a los afroamericanos e indios americanos seres humanos, con los mismos derechos, y como hijos de Dios.

En 1935 Catalina sufrió un fuerte ataque de corazón que disminuyó sus capacidades físicas al inmovilizarla casi totalmente. Esto le permitió dedicarse a algo que hacía mucho deseaba y no siempre las actividades se lo permitían: una vida de oración y contemplación. Murió el 3 de marzo de 1955 a la edad de 96 años.

Catalina escuchó al huésped interior, el Espíritu Santo, que la condujo hacia dónde encarnar el rostro misericordioso de Dios, a través de su vida y la de sus hermanas de comunidad: entre los nativos americanos y los afroamericanos.

Que hermoso mosaico, el que forman tantos hombres y mujeres que encarnan de tan diversas maneras, la misericordia de Dios.

María de Jesús Chávez-Camacho P
Pineda de Mar (España)

Atisbo





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En Clave de Ser





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12 de octubre de 2016

Pliego nº 93


Las bienaventuranzas y la misericordia


El papa Francisco en la bula de proclamación del jubileo extraordinario de la Misericordia define Misericordia como “la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado” (1)

Ahora bien, si la Misericordia es el acto último y supremo, es decir, Jesucristo, "el rostro de la misericordia del Padre" (2) expresión humana, encarnada de Dios; las bienaventuranzas son, en palabras de Bruno Forte, "como la biografía del Hijo de Dios [...] porque sólo en él cada una de ellas encuentra su realización plena y completa", o lo que es lo mismo, son criterios de vida exigentes, los cuales se deben entender y vivir en los diferentes contextos en los que la vida de los hombres y mujeres de este tiempo transcurre, son la escala de valores de Dios.


Tomando como base el relato evangélico de S. Mateos, una posible lectura podría ser:

BIENAVENTURADOS los que son POBRES EN ESPÍRITU. No se trata de hacer apología de la pobreza y de fundamentar la felicidad para los pobres tan solo en un futuro escatológico, en la vida eterna; sino de reconocer que son pobres en espíritu todos aquellos que, guiados por el Espíritu de Dios, reconocen que son simples administradores de los bienes que se deben poner al servicio del bien común a imagen de Jesús (Hch 10,38).

FELICES los que LLORAN porque aman mucho sin esperar nada a cambio, a imagen de Jesús en la tumba de Lázaro (Juan 11,35). Bienaventurados los que saben superar las dificultades, las injusticias, los sufrimientos propios de la vida a imagen del Maestro. Porque  su dolor, su sufrimiento, las injusticias que padecen, su llanto son una ofrenda de amor a los demás, al igual que Su entrega por todos, para que “no se pierda nada de lo que me ha dado, sino lo resucite el último día” (Jn 6,39).

BIENAVENTURADOS los HUMILDES / los MANSOS ya que son los imitadores de Aquel que era “manso y humilde de corazón” (Mt 11,28), es decir, los que optan por la no-violencia llegando a ser capaces de romper con las cadenas de la violencia (física, verbal, psicológica), y de muerte. “A cualquiera que te golpea en la mejilla derecha, vuélvele también la otra. Y al que quiera llevarte a juicio y quitarte la túnica, déjale también el manto. A cualquiera que te obligue a llevar carga por un kilómetro, ve con él dos“ (Lc 5, 39- 41).

FELICES los que tienen HAMBRE y SED de JUSTICIA. El hambre y la sed sitúan al ser humano dentro de los límites de sus capacidades físicas. Serán saciados todos los que verdaderamente estén hambrientos y sedientos de un mundo más justo, más digno, más verdaderamente humano. Sabemos que si buscamos primero el Reino de Dios y su justicia “todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,33).

BIENAVENTURADOS los MISERICORDIOSOS, es decir, los  imitadores de Jesús, los que tienen un corazón compasivo, un corazón capaz de un amor que viene de las entrañas, un corazón que siempre está disponible para acoger a todos, a aquellos que reconociendo que están fuera, lejos de la casa del Padre, hacen un camino de retorno, de conversión. “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lucas 6, 36).

FELICES los PUROS de CORAZÓN, los que pueden ver y leer la realidad no con los ojos de la carne, sino con los ojos del corazón.

BIENAVENTURADOS  los que PROMUEVEN LA PAZ, constructores de puentes y no de muros entre todos, en la relación diaria con su cónyuge, con los hijos, vecinos, compañeros de trabajo y de ocio.

FELICES los que son PERSEGUIDOS POR CAUSA DE LA JUSTICIA. A imagen de Jesús todo aquel  que busca la construcción del Reino a través de actitudes no-violentas, pone en cuestión las estructuras injustas sobre las que se construye la sociedad a la que pertenece, e inevitablemente, será objeto de persecución. (Mt 26,59).

BIENAVENTURADOS los que siguen e imitan a Jesús, rostro de la misericordia del Padre.




[1] Misericordiae Vultus, BULA DE PROCLAMACIÓN DEL JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA. Papa FRANCISCO

 [2] Ibidem.
 
Francisco Bártolo
Matosinhos (Portugal)

Atisbo





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12 de septiembre de 2016

Pliego nº 92


La ultimidad nace de la misericordia 


La ultimidad nos recuerda aquellas enseñanzas de Jesús en las que quita valor a la competitividad y a la búsqueda de los primeros puestos y el poder. “El que quiera ser el primero, que sea el último”. Poniéndolo en contexto podemos sacar algunas conclusiones. 

Ser el “primero” para Jesús, podemos interpretarlo no como el primero ante los demás o por encima de los demás, sino como el que está cerca de Dios. El que quiera estar cerca de Dios que sea último. Y, ¿qué sería eso de ser último? “Último” podemos interpretarlo no como el que está por debajo de todos o el olvidado o el marginado, sino como el que renuncia al reconocimiento y a los honores del orden social y se dedica a servir, a hacer mejor y más digna la vida de los que le rodean. 


La ultimidad sería, pues, la actitud de ultimarse. Ser consciente de mi situación vital y de la situación de los seres que me rodean para, así, poner mis capacidades al servicio de su bienestar. De forma gratuita, alegre, humilde. Discreta. Esto requiere de mucha paciencia hacia mí mismo y hacia los demás, ya que las relaciones humanas son un bien frágil. Con cada persona establezco un equilibrio que a veces es muy precario. 

Aquí es donde el trabajo con nosotros mismos nos puede ir ayudando a crear equilibrios más bellos en nuestro trato con los demás. En los pequeños resquicios de nuestras relaciones interpersonales es donde podemos experimentar aquello que se llama “misericordia”. 

Podríamos aventurar una definición de misericordia recogiendo su etimología. Misere quiere decir necesidad, pena, miseria. Cordis es lo relacionado al corazón. Y la terminación ia hace referencia a una apertura hacia el otro, un sentimiento de solidaridad o empatía. De la unión de estas partículas podemos decir que la misericordia es “abrir el corazón hacia quien pena, disponer el corazón hacia las necesidades de los demás”. 

La práctica de la ultimidad se nutre o, mejor dicho, nace de la misericordia. Cuando abro mi corazón hacia la realidad, comenzando por mí mismo como parte de esa realidad, me doy cuenta de que existen precariedades a las que yo puedo contribuir a mejorar. 

Cuando tenemos la oportunidad de convivir con otras personas, sean familiares o no, en ocasiones las diferencias hacen que vayamos cerrando nuestro corazón para no ser lastimados porque su situación vital pone en riesgo la mía o interrumpe mi comodidad. Vamos mirando, cada vez más, sólo nuestras necesidades e intereses y dejamos de apreciar qué le pasa a las otras personas. Hasta que las relaciones entran en verdaderas crisis y se abren brechas insalvables. 

La misericordia comienza siempre por uno mismo. ¿Cómo puedo abrir mi corazón hacia mí e indagar qué me sucede? Parece una paradoja. Muchas veces resulta que soy un verdadero extraño para mí mismo. La vida es corta, no desaprovechemos la oportunidad de ser misericordes con nosotros mismos. Esto nos ayudará a serlo con los demás. Aprendamos a escucharnos en nuestros sufrimientos y también en nuestras alegrías, son esas voces que nos hablan de quiénes somos en realidad. A partir de ahí podemos ayudarnos o pedir ayuda para caminar con más serenidad por la vida. 

Esta misericordia hacia mí, por añadidura, se extenderá hacia los demás. Porque si yo sufro por las cosas de la vida, los demás también. Si yo merezco ser feliz, los demás también. 

Vivir la misericordia nos lleva a buscar la ultimidad. La ultimidad como camino, como herramienta de trabajo para construir relaciones más sanas, tanto a nivel próximo, como a nivel más social y global. 

La misericordia está en el origen de la ultimidad. La alienta. ¡Bienaventuradas las personas que miran la realidad con misericordia: Dios mora en ellas!

Javier Bustamante 
Barcelona (España) 

Atisbo



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12 de agosto de 2016

Pliego nº 91

 

Bienaventurados los Misericordiosos


Cuando un niño se equivoca y lo reprenden, depende la de manera en que esto se haga, el niño no entiende la corrección, entiende solamente la desaprobación, el grito, la violencia hacia él y llora. Se siente mal por la humillación o por sentir el desamor. Se siente maltratado. Esto no lo comprendemos muchas veces los adultos y repetimos el método para que aprendan a comportarse, y logramos que obedezcan, pero no necesariamente que entiendan. El estudio de los comportamientos humanos nos da muchas luces de cómo relacionarnos entre nosotros y ya es sabido que la violencia no es efectiva, sólo lo es el amor. La forma de la relación, muchas veces es la relación; la forma de la comunicación, también. Jesús nos enseñó esto hace aproximadamente dos milenios! Y otros sabios y profetas lo han dicho también, no obstante, no lo hemos aprendido, seguimos muchas veces por el “camino antiguo”, no solamente con los niños, aplicamos y transmitimos el ojo por ojo, el cobro de los impuestos, el juicio, la desconfianza y en definitiva la falta de amor en nuestras relaciones. Desaprender es difícil. 


Este año Santo se convierte en un regalo inmenso para reflexionar sobre el poder sanador de la misericordia (misere-cordae), sanar las miserias del corazón, sanar los corazones miserables… En el mensaje del Santo Padre Francisco para la 50 Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales dice textualmente: “Todos sabemos en qué modo las viejas heridas y los resentimientos que arrastramos pueden atrapar a las personas e impedirles comunicarse y reconciliarse. Esto vale también para las relaciones entre los pueblos”

Hace unos días en un transporte público un hombre se sentó a mi lado, me empezó a hablar sobre su dificultad para dejar de ingerir alcohol, efectivamente el olor lo delataba. A pesar de querer, no había podido abandonar esta dependencia. Sabía que lo destruía, pero era más fuerte que él. Desaprender un comportamiento implica en primer lugar tomar conciencia profunda de su ineficiencia; en segundo lugar, convertirme a no repetirlo y tomar la determinación de ocupar otro camino; pero en tercer lugar perdonarme a mí mismo todas las veces que no podré ser consecuente y pedir ayuda. Quizá nunca logre cambiar el comportamiento, pero sí a amar, si me podré sentir amado y eso tendrá más valor, mucho más, porque sanará heridas más profundas. 

Elisabet Juanola
Santiago de Chile

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12 de julio de 2016

Pliego nº 90


Misericordia quiero y no sacrificios: en casa


Un hombre sabio me dijo en una ocasión: “Para ser fieles a Nuestro Señor no es necesario hacer sacrificios extraordinarios”. La vida anclada en el amor se encarga de cumplir esa máxima. Madres, padres, amigos, amantes, entregan la vida a sus seres queridos por amor, y podríamos decir que en ocasiones ha sido “sacrificado” hacerlo. Recordemos cuando un ser querido ha estado enfermo o sin rumbo claro… ¡los desvelos que nos ha llevado!

El Obispo de Roma, en su mensaje en tiempos de cuaresma nos dice sobre  la Misericordia que “en la tradición profética, en su etimología, la misericordia está estrechamente vinculada, precisamente con las entrañas maternas (rahamim) y con una bondad generosa, fiel y compasiva (hesed) que se tiene en el seno de las relaciones conyugales y parentales”.

Una mujer embarazada, es la primera casa del ser que habita en sus entrañas y desde ahí entrega a ese ser todo lo que requiere hasta una nueva forma de vida. Esa mujer tiene la esperanza cierta de dar nueva vida a la que late en su interior. Esa carne de su carne será otro ser con vida propia, criterios y formas de actuar independientes. En ocasiones será un extraño que desconocerá en su forma de vivir y relacionarse. Aun así, sentirá que proviene de sus entrañas, lo amará desde lo más hondo de su ser y su trato siempre será misericorde con él, porque la ha habitado y ella desde su corporeidad lo ha acogido sin conocerlo, lo ha amado por el hecho de existir. La mujer, siendo madre desarrolla completamente el arte de la caseidad.



Misericordae vultus nos señala que “la misericordia es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida”. Cada vez cuesta más encontrar espacios en los que poder mirarnos a los ojos sinceramente. Se requiere un ambiente propicio para ello. Espacios acogedores, cálidos, en los que uno se sienta ser uno mismo en su completez. Mirarse a los ojos es entrar en lo más íntimo de uno mismo en relación al otro. Es atreverse a entrar en la casa del otro en ese espacio que uno mismo habita. Quizás deberíamos practicar ese acogernos unos a otros en nuestras propias casas, para llegar a hacerlo en el ser del otro. Quizás las casas y el arte de la caseidad nos invita a ser más misericordes, siguiendo ese carisma de la mujer-madre que ama desde las entrañas.

En el documento papal que nos invita a hacer vida la misericordia nos dicen que “la misericordia es la vía que une a Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados no obstante el límite de nuestro pecado”, texto que relaciono con esa oración eucarística que invita al perdón misericordioso del Padre: “Señor yo no soy digna de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme”. La vida desde la misericordia debe ser aceptada también por aquel que la requiere. Dejarse amar, pedir, abandonarse en el otro, sentirse como en casa, propiciará que se puedan llevar a cabo las obras de misericordia.

Qué gran esperanza para el mundo propiciar espacios y tiempos de ser unos con otros misericordes, para que sepamos dar y recibir, para que el cuido de unos con los otros posibilite un mundo en el que se dé de comer al hambriento, se dé de beber al sediento, se dé posada al necesitado, se vista al desnudo, se visite a los enfermos y se socorra a los presos. Y que asimismo nos demos tiempo de enterrar a los muertos, enseñar a los que no saben, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que está en error, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos de los demás y rogar a Dios por vivos y difuntos.

Una sociedad que posibilite el marco necesario para actuar desde la misericordia es esperanza de una sociedad verdaderamente solidaria en la que se pueda confiar en el otro cuando uno palpa su ser limitado. Una sociedad en que seamos casa unos de otros, en que seamos unos hijos de otros y viceversa.

Maria Bori
Santiago de Chile


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12 de junio de 2016

Pliego nº 89


Encarnación y Misericordia 


Misericordia o amor desde las entrañas, amor desde lo hondo del corazón, bondadoso, en caridad, que se compadece y se conduele. 

Para el hebreo implica fidelidad y conlleva bondad desde la conciencia y la libertad, para los semitas, este sentimiento tiene su asiento en el seno materno, es el cariño o la ternura que sin pérdida de tiempo se traduce en actos. 

Este amor misericordioso es un derramamiento de vida y perdón, de sanación, una dádiva que abre la posibilidad a toda persona para que haga vida en su vida un sí mariano, y como María, posibilite la encarnación del amor de Dios en su realidad, en su cotidianidad. Posiblemente se haga con pequeños gestos: miradas, sonrisas, escuchas… quizá cosas más grandes, compartir hogar, posibilitar unas horas de trabajo, acompañar las tardes de un anciano… 

Sea como sea, la misericordia, sitúa en una atalaya que impulsa a estar prontos a llevar a las entrañas las necesidades del que camina o convive con nosotros. Las manos sentirán motivación para trabajar con más diligencia, porque parte de su esfuerzo será alivio para los que pasan momentos de dificultades y estrecheces. Los pies caminaran con más celeridad, serán impulsados por el deseo de llevar consuelo al más necesitado. Los ojos encontraran un mirar con amplitud, buscando ser un rayito de luz para quienes atraviesan momentos de oscuridad y desorientación. 

Movidos por amor misericordioso se salta por encima de juicios precipitados y desencarnados, y, como buenos samaritanos, el quehacer tendrá su preferencia en aliviar el sufrimiento, buscando posada para atender, ungir, integrar al prójimo, sabiendo que se lleva en las entrañas su realidad, al menos por un rato. 



Dar vida a las obras de misericordia, es posibilitar que Dios siga cada día incorporando su amor, derramando su bendición y llevando la creación a su plenitud. Es una labor, que pudiera superar la aspiración personal, pero no por ello, queda justificado el abandono del trabajo, que a cada quien corresponde, en respuesta a los talentos recibidos, unos talentos que se han de invertir con justicia y caridad para que dejen su rentabilidad en nuestro mundo.

Múltiples son las formas de ir haciendo realidad este proyecto: acompañar al enfermo, vestir al desnudo, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, visitar al preso, enseñar al que no sabe, sufrir con paciencia los defectos del prójimo... Podríamos sumar otras que nos van saliendo al paso en cada jornada trabajada por amor. De entre estas, cabe subrayar para encarnar la misericordia, un vivir como humildes y silenciosos sumideros del mal, ser canal o conducto que acoge el mal recibido y no lo devuelve, no lo airea, no lo guarda, simplemente lo hace desaparecer, porque perdona y ama. 

 Mª Carmen Fernández 
Cádiz (España)


Atisbo




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12 de mayo de 2016

Pliego nº 88


Misericordia y redención

«Descendió a los infiernos»

Sin lugar a dudas, el mal existe y en formas muy diferentes. ¿Quién no ha experimentado alguna vez el dolor del mal cometido o del mal sufrido, a veces irreparable, inconsolable, en definitiva, inevitable? Con Cristo que descendió a los infiernos nosotros también nos atrevemos a descender al abismo de nuestros infiernos, al lugar donde ya no podemos hacer nada para «reparar» aquello que se ha roto, para prever perspectivas de futuro  o para ser consolados en la medida de la pérdida sufrida. Este lugar de lo imposible, de lo irreparable, es el lugar dónde la misericordia de Dios se manifiesta como redención, como salvación. Es el lugar donde poco a poco aprendemos a permanecer ante las ruinas de nuestra vida porque  «bueno es esperar en silencio la salvación de Yaveh»(1). He aquí lo que permite dejarnos sorprender por Dios, según la hermosa invitación de nuestro Papa Francisco para el jubileo de la misericordia(2).
 
El destello de un posible por-venir.

Durante muchos años he escuchado los relatos de la vida de personas encarceladas y en bastantes ocasiones he tenido la oportunidad de estar con ellas ante las ruinas de sus vidas, en una espera que parecía interminable y viendo a veces brotar, del corazón de la más profunda desesperanza, el destello de un posible por-venir. 

Un día buscando un trozo de papel donde anotar la dirección de un centro social, cogí una postal en la que había el texto de las bienaventuranzas(3). Pedí a mi interlocutor si lo conocía, y me respondió que no, entonces, empecé a leerlo pero no pude terminarlo, ya que el joven que estaba ante mí me detuvo, y llorando me preguntó: «¿Dios realmente lo puede perdonar todo?»

Esta es la fuerza siempre sorprendente de la Palabra viva, la fuerza de esta pequeña palabra «felices» que toca tan profundamente la aspiración de todo ser humano -¿y quién sabe?- no impide que lo que este joven buscaba y esperaba fuera la posibilidad del perdón.

Y qué podemos decir de la mujer cuyos infiernos tan sólo le recordaban la vergüenza de estar aún con vida: « ¿Cómo puedo estar aún viva el día del cumpleaños del hombre que más he amado y que he matado?».

Se trata de una larga travesía la de esta mujer, pasada por el tamiz de una tentativa de suicidio. ¡Hasta tal punto le era insoportable estar aún viva! Sin embargo, un buen día, tiene esta magnífica experiencia: «Tengo la impresión de que tengo un cáncer al revés. Sí. Cuando tienes un cáncer hay una célula maligna que lentamente va ganando espacio; a mí me ocurre lo contrario: todo es negro, pero hay una única célula buena, que poco a poco está ganando espacio, y esta célula buena es el amor de Dios». 

Sí, la experiencia de la misericordia, experiencia eminentemente relacional, bien como este compañerismo mientras se esperan poder experimentarla,  se da en la medida que se reconstruye en el culpable su imagen original desfigurada por el mal cometido. Esta experiencia permite también reconocer que hay una solidaridad entre los hombres más profunda y verdadera que cualquier delito, que «la fraternidad no se puede borrar por ningún fratricidio. La misericordia aún ve a Adán después de Caín».(4)
 
Salvados y enviados

Debe ser esta mirada la que Dios dirigió a Moisés, él que fue salvado de las aguas, no supo hacer nada mejor que matar a un egipcio y volverse otra vez errante, doblemente exiliado, siendo un pequeño pastor de un rebaño que no le pertenecía. Entonces se dio la irrupción de Dios en medio del desierto, una llamada que lo devuelve al lugar de su derrota, pero esta vez con una nueva misión: convertirse en el libertador de su pueblo. ¿Y qué podemos decir de Elías? Profeta de fuego que sólo se escuchaba a sí mismo y que en un impulso amoroso lleno de celo masacra los profetas de Baal para después huir, perseguido por el odio de la reina Jézabel que quiere su cabeza. Le hace falta llegar al punto de desear morir, él el asesino que creía servir al Señor, tendrá que aceptar un poco de pan para seguir camino y llegar al fin a comprender aquello que nunca había podido o querido escuchar: la presencia del Señor en la voz de un tenue silencio.

Y aún está Pedro, el entusiasta que quiere seguir el Señor, dispuesto a todo menos a renunciar a sus ideas y que recibe de su Señor la peor denominación: « ¡Quítate de delante de mí, Satanás!»(5). Y después la experiencia de traición, los lloros, y la mirada de Jesús que se posa en él. Finalmente Pedro se rinde ante su verdad, ante su humanidad frágil, sólo así le podrá ser después encomendada su misión: «¡Apacienta mis ovejas!»(6).  La lista aún podría ser más larga… y llegar hasta nosotros, hasta mí.

Una mirada que abre el porvenir

Estos ejemplos sacados de la vida y de la Biblia nos muestran que no hay ninguna travesía que el Señor no pueda acompañar: sus ojos invisibles y llenos de ternura siguen nuestros pasos vacilantes por el camino de cada una de nuestras vidas. La experiencia de lo irreparable se puede convertir en lugar de encuentro con Él: «La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro». (7)

¡Unos ojos nuevos, unos ojos de resurrección, ésta es la huella indeleble que su misericordia inscribe en nuestra vida!

[1]  Lam 3, 26.

[2]  Bula de Convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia, nº 25.


[3]  Mt 5, 1-12.

[4]  Luigino Bruni. « Misericordia, cemento di civiltà ». In Avvenire, 5/9/2015. 

[5]   Mt 16, 23.
[6]    Jn 21, 16.

[7]    Papa Francisco. Lumen Fidei, nº 4.


Federica Cogo 
Ginebra (Suiza)