Estamos en tierra extranjera
Empezamos este nuevo año con esperanza ante la perspectiva de la vacunación contra la covid-19, pero con grandes retos para poder de dar respuesta a las enormes consecuencias de la pandemia.
La dureza de ésta puede hacernos pensar que han emergido nuevas fragilidades en el ser humano, pero no es exactamente así. Éramos, somos y continuaremos siendo frágiles. Lo que ha hecho la pandemia es poner de manifiesto de una forma global nuestra fragilidad en todas las dimensiones del ser humano, en la dimensión somática, psicológica, comunitaria y social. No nos ha fragilizado la irrupción de un virus, sino que éste nos ha afectado porque somos vulnerables a su efecto.
Y esta manifestación de nuestra vulnerabilidad nos ha situado de golpe, si se me permite la metáfora, en “tierra extranjera”, en un lugar que está más allá de lo que vitalmente conocíamos. Nos encontramos en una “tierra” que está lejos –en algunos casos muy lejos– de nuestra antigua zona de confort. Nos hemos situado en una tierra en la que desconocemos su lengua, pues hemos tenido que aprender el idioma de la mirada; en una tierra en la que hemos tenido que aprender nuevas costumbres, a vestirnos con una mascarilla, a saludarnos chocando los codos o poniéndonos la mano al pecho. Nos hemos situado en una “tierra extranjera” en la que hay que mantener una distancia física de 2 metros. Y no es fácil. Pero además para algunos esta tierra extranjera los ha situado en una situación socio-económica de extrema vulnerabilidad.
En esta tierra, tan lejana de nuestra antigua zona de confort, experimentamos vitalmente nuestra fragilidad de una forma más fuerte, de una forma nunca antes sentida. Y como todo migrante, necesitamos ser acogidos, clamamos por hospitalidad. Una hospitalidad que se tendrá que revestir de innumerables formas, y que tendrá que forjar un nuevo equilibrio operado por la mutua adaptación del hospedero y del huésped.
Al igual que una madre al gestar un hijo tiene que adaptar su cuerpo para darle cabida, así nosotros tendremos que adaptarnos para crear un espacio-tiempo en nuestra vida para acoger al otro, aunque ello implique asumir un cierto grado de fragilización, de renuncia, de entrega. El huésped, por su parte, tendrá que hacer el ejercicio de adaptarse al espacio-tiempo que le es ofrecido, para que en ese movimiento no sólo se sienta protegido, sino también fortalecido.
La acogida, es en el fondo, un mutuo exponerse uno al otro, el huésped expone, muestra su propia vulnerabilidad, y el hospedero se expone, se muestra a sí mismo, lo que lo puede hacer más vulnerable; sin embargo, este mutuo exponerse, con las fragilidades y fortalezas, es lo que puede permitir un verdadero encuentro. Es lo que permite abandonar la soledad del yo egocéntrico con sesgos de una ilusión de autosuficiencia, para abrirse al nosotros. Y aunque sea desde la vulnerabilidad, la abertura al nosotros es lo que nos hace verdaderamente fuertes.
En el encuentro todos nos transformamos, es más, el verdadero encuentro se da cuando estamos dispuestos a ser transformados por el otro. Cuando estamos dispuestos no a vivir para nosotros mismos, sino a vivir para los otros, en una mutua entrega y acogida, donde todos somos en algún momento migrantes que pisan tierra extranjera, más allá de lo vitalmente conocido, y huéspedes que acogen a aquellos que vienen de un lugar vitalmente distante, aunque quizá no vitalmente desconocido.
Gemma Manau
Barcelona