Perdón y Misericordia
Hemos sido creados para el ser, para la vida. No cualquier vida sino para la “vida en abundancia” (Jn 10,10). Lo contrario de esto es algo que la daña, la deshumaniza e, incluso, la puede llegar a matar. Pero si la potenciamos y la apoyamos creyendo firme, esperanzada y benevolentemente en ella, no podemos menos que ejercitar continuamente el arrepentimiento y el perdón para, al menos, liberarnos un poco de esas prisiones y esclavitudes o, incluso infiernos, que producen los pecados y los males que vivimos de forma, a veces incluso, lacerante.
Hablo del perdón (del que perdona “hasta setenta veces siete”) no sólo como liberación sino como olvido de uno mismo y donación para ir mucho más allá de la venganza o la justicia.
El perdonarse y el perdonar es ya vivir en esperanza el Reino de Dios pues permite tener un alma grande y magnánima. Al abrir nuestros corazones permitimos amar y ser amados, a pesar de nuestros límites, pecados y miserias.
Es precisamente sintiéndonos miserables, a pesar de ciertos mensajes que quieren hacernos olvidar la realidad del ser humano, y palpando la miseria de los demás como podemos entender y sentir no sólo la misericordia de Dios en nuestra vida sino ser misericordia para ellos.
Es ese amor misericordioso del Padre que consuela, perdona y ofrece la esperanza de que podemos ya gozar parte de su Reino en esta realidad existente ahora, el que debe ofrecernos una motivación para asemejarnos, poco a poco, a Él.
Es en Jesús en quien vemos claramente cómo la misericordia del Padre es también una fuerza que no desespera (parábola del Hijo Pródigo), que es fiel, que bendice y que perdona. Él está tan contento que hasta hace una gran fiesta. En ella, imaginamos que todos los de la casa (al final, incluso, hasta el hermano mayor), dejan sus propios juicios al respecto, sus condenas, sus rencores, sus rabias y todo tipo de violencia. Apartar de nosotros prejuicios, juicios que juzgan condenando, emociones y sentimientos dañinos es necesario para vivir todo lo que de don, de fiesta y de celebración tiene nuestra vida.
En esta parábola vemos que es tal el ímpetu y esperanza del padre, que le lleva a salir cada día de su casa con el fin de otear tanto el horizonte como el camino de su casa.
Qué duda cabe que sentir a personas cercanas que son como este padre nos ayuda mucho a mirar con ojos más sinceros a todos nuestros hermanos en la existencia. También nos ayuda a salir de nuestras propias miserias, y las que nos rodean, para ir al encuentro de otros llevando bondad, compasión, ternura, indulgencia y perdón.
Nosotros mismos somos signo eficaz del obrar del Padre, al menos, es a ésto a lo que estamos llamados los cristianos. Perdonados (por tanto, pacificados) y perdonando, esta misericordia puede darnos fuerzas para salir de nuestra tierra, de nuestra casa, de nuestra familia, de nuestras áreas de confort, en definitiva, de nuestro yo. Salir para respirar otros aires y otear el horizonte, los caminos, por si acaso en algún momento, vemos regresar a donde hay “vida en abundancia” (Jn 10,10) a otros cansados, necesitados y desengañados “hijos pródigos”. Entonces, es el momento de abrir murallas, puertas, ventanas y celosías para celebrar con alegría y amor compasivo ese encuentro.
Ángeles Isidoro
Corea del Sur