12 de septiembre de 2023

Pliego nº 176


CRES

No sé si es cierto que la casualidad no existe, como afirmaba Edith Stein, nuestra santa judía. Sí afirmo que mi vida cambió en aquella tarde placida de septiembre, estando en el Hospital de guardia, cuando mi “busca” sonó y me dirigió a la habitación 302, sin saber el motivo. En el pasillo vi a una anciana que caminaba ágil y preocupada, según me pareció. Al verme llegar, me abordó: “¿Es usted el capellán? Verá, quisiera comentarle algo…” Me explicó que dentro de la habitación estaban su hijo y la esposa, ella muy grave. 

Lali -así se presentó la mujer- quiso advertirme de que fue suya la sugerencia de que viniera el capellán a administrar la Unción a la enferma, llamada Mari Carmen. Ella y Crescencio no pusieron objeciones. Quizá consintieron más por Lali que por ellos mismos, quise deducir, ya que Lali era muy creyente y ellos no tanto, pero “muy buenas personas”, aseguró la madre. 

Entramos en la habitación. Sólo susurré un breve saludo, acercándome en silencio hasta la cama. Él tenía cogida la mano de su esposa con mucha dulzura. Tenían sus miradas entrelazadas. Sus sonrisas permanecieron cuando me miraron los dos. Quedé sobrecogido, ruborizado, sintiendo que invadía un lugar sagrado. Se dieron cuenta (más tarde lo supe) y “facilitaron mi labor”. Mari Carmen, muy bajito, apenas podía hablar. Fueron unos minutos muy intensos… Al finalizar el rito, nos despedimos con las mismas sonrisas. 

En el pasillo le di las gracias a Lali; luego, en la capilla, se las di a Dios… La emoción que tenía no me dejaba.

Al día siguiente me despedí de Mari Carmen y de Cres (como le llamaba su madre). De la habitación salí de nuevo impregnado de amor.

En mi siguiente guardia, la primera visita la hice al matrimonio de la habitación 302. Estaban solos. El personal sanitario había tenido la deferencia de dejarlos estar íntimamente despidiéndose. ¡Qué gran bien pueden hacer los pequeños detalles! La dolorosa novedad era que Mari Carmen ya sólo se comunicaba con su mirada. Su voz fue silenciada por una metástasis desbocada en su cerebro… Si antes podían tener dudas sobre el desenlace, habían desaparecido. La llama de la lámpara iba apagándose. 

Al atardecer me avisan de que Mari Carmen había fallecido envuelta de amor. Rezamos para que el Amor, con mayúscula, asumiera todo protagonismo. 

Escribo estas líneas el día de Santa Clara. Así ella hablaba a su alma antes de morir: “Vete segura y en paz, alma mía, pues tendrás buena escolta”. Mari Carmen marchó en paz, con 34 años, el día en que se celebraban los Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. 

Cres también tenía paz… Me pidió que concelebrara en el funeral con un primo suyo, cura, y que dijese yo la homilía. En la eucaristía me quedó impresa la imagen de Cres vestido con el traje de su boda, junto al féretro de Mari Carmen. 

Me despedí de todos al finalizar. Tenía el equipaje en mi coche, ya que ese día debía ingresar para una revisión en el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo. 

Poco tiempo después, Lali me llamó pidiendo: “No dejes a Cres”. Y no lo dejé. Le invité a un cursillo de cristiandad. Ahí descubrió las puertas abiertas de la Iglesia, por las que entró, manteniéndose dentro con la fuerza del Espíritu Santo. Desde ese momento fuimos amigos los dos con Jesús resucitado.  



Un buen realista existencia

Crescencio tuvo un cáncer a los 18 años en una pierna, del que se curó con tratamiento de quimioterapia. Siguió su vida en la normalidad de una empresa familiar. Le iba bien. Conoció a Mari Carmen y se casaron. Fueron muy felices durante siete años, hasta que ella falleció.

Y como vivió, así murió. Dando una palabra y un abrazo a todos sus compañeros de camino…

“No sé si podré estar para cuando regreses de Guinea”. Sí estuvo. Me esperó. Y ese mismo día de reencuentro y despedida, también de septiembre, marchó definitivamente… Tenía 48 años.

Le enterraron con Mari Carmen. En la lápida estaba escrito este epitafio: “Cuando Dios nos llame, volveremos a estar junto a ti”.

Cres vivió después intensamente el cariño a su familia consanguínea, ampliándolo a muchos otros a quienes amó con toda el alma. Era un auténtico privilegio compartir la vida con él. Un día me llamó para vernos. “Me han diagnosticado un cáncer”, me dijo con una mirada serena.

Recordé las miradas sintónicas de Mari Carmen y él en aquella habitación del hospital. Yo tuve la misma sensación que cuando les ví a los dos la primera vez: me estremecí. “Voy a luchar hasta el último momento”. Y así lo hizo. Viviendo y valorando cada día con hondura, con belleza…

Continuó trabajando en la empresa. Terminó sus estudios teológicos: qué alegría cuando recibió su diploma, elegantemente vestido, con su beca puesta, con su cabeza afeitada. Cres estuvo, incluso, abierto al ministerio ordenado.

Su alegría, su aplomo, su saber estar, no dejaba indiferente a nadie. Transmitía paz a su alrededor, sin prisas.

Cres, espero que tú también estés presente en la hora de mi muerte.

¡Gracias por tu vida, amigo!

Julio Lozano (España)