Solitud y amor benevolente
“…si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres; luego ven y sígueme”. El joven rico cumplía los mandamientos, era un buen judío, una buena persona. Jesús le pide algo más. Muchos nos quedamos también a medio camino de la vida cristiana. Detenidos en el martes santo, no damos el salto al vacío que significa dar la vida, morir al ego, abnegarse, dejarse llevar por el Espíritu Santo.
Es necesario seguir un itinerario de purificación y crecimiento en el amor y, al mismo tiempo, de abajamiento para poder llegar a la verdadera humildad. Entrando, día a día, en ese sagrario del Padre, que es la estancia vacía de la soledad y el silencio. Soledad y silencio donde se forja la unidad y sintonía con Dios. Ser uno/a con Él. Contemplar la creación, Su creación. Entrar, cerrar la puerta, bajarse del tren, bajarse del tiempo y anclarse en la eternidad. Se entra en conexión con Dios, creador de la historia. En ese “estar”, en ese “permanecer” en Dios, vas siendo una, uno con Él, una sola voluntad, una sola libertad. Unidad sin fisuras con Dios que ama a los enemigos y hace llover sobre justos e injustos.
En la soledad y el silencio, Dios ordena nuestro caos interior y de ese modo es como podemos ver la realidad tal como es e intervenir en ella con audacia, esperanza y amor. La misión surge de la contemplación. No es porque sí que Sta. Teresa del Niño Jesús, sin haber salido de su claustro carmelitano, fue nombrada patrona de las misiones junto a San Francisco Javier.
Pero aún hay un paso más, más bien un salto cualitativo, en ese itinerario de vida cristiana y de aceptación de la existencia. Jesús, clavado en la cruz, vive la más gran solitud y desamparo: “¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Antes sufrió el abandono de sus más cercanos, los apóstoles, en Getsemaní, la traición de Judas, la negación de Pedro, tres veces… Hay momentos en la vida en que la soledad ya no es esa soledad buscada, anhelada, acariciada, sino que se convierte en solitud. Hay muchas y diversas solitudes a lo largo de la vida. Aceptar la existencia implica también aceptar estos momentos o etapas de aridez, de despojamiento. Bien decía Alfredo Rubio que “no es sino desde la solitud que puede comprenderse y vivirse plenamente la humildad óntica. Esa pobreza de respetar a los demás es aceptar incluso que a uno le abandonen, le ofendan, le olviden… Es en realidad una gran pobreza: si lo de más valor en el mundo son las personas, la pobreza que consiste en no poseer, en grado mayor es no poseer personas, no tener a nadie “tuyo”… Esta indocilidad de los demás es una purificación que hay que pasar para llegar uno a la completa docilidad al Espíritu”.
Transitar por estas estepas de solitud implica un abandono aún más hondo de plena confianza en Dios. Estas solitudes no están exentas de sentido. Nos purifican y nos ayudan a acercarnos y a entender más a los pobres, a los marginados, a los excluidos de la sociedad. El Papa Francisco nos exhorta una y otra vez a ir a las periferias existenciales, a los que están en los márgenes del camino.
Siendo como leño seco, a la intemperie, sin refugios ni seguridades, es cuando el Espíritu Santo quema todo aquello que aún es lastre para nuestro itinerario. Volviendo a Alfredo Rubio: “desde esta cumbre de la solitud, con la infinita compañía del Espíritu Santo, es donde se alcanza el amor de benevolencia. Desde ahí es como se puede bajar al mundo a amar ya sólo con amor benevolente… Amar en solitud con el Espíritu Santo es como una bomba de energía superatómica que estalla en amor a la Trinidad y a las gentes… Uno es ya una llama de Pentecostés…”
Durante los 50 días del tiempo pascual, el cirio permanece encendido. Pasada esta cincuentena, se apaga como signo de que esa llama de Espíritu Santo pasa a estar sobre la cabeza de cada uno de nosotros. Llenos de Espíritu Santo es como podemos ser “ayudadores” de Dios en la misión de extender su Reino en este mundo, amando con amor benevolente, siendo llamas de caridad.
Ser “ayudadores” de Dios es algo que Etty Hillesum describió con su propio y original lenguaje, en su diario cuando ya estaba en marcha la aniquilación de la comunidad judía en los Países Bajos:
“Oración del domingo por la mañana. Dios mío, estos tiempos son tiempos de terror. Esta noche, por primera vez, me he quedado despierta en la oscuridad, con los ojos ardientes, mientras desfilaban ante mí, sin parar, imágenes de sufrimiento. Voy a prometerte una cosa, Dios mío, una cosa muy pequeña: me abstendré de colgar en este día, como otros tantos pesos, las angustias que me inspira el futuro. Pero esto requiere cierto entrenamiento. De momento, a cada día le basta su pena. Voy a ayudarte, Dios mío, a no apagarte en mí, pero no puedo garantizarte nada por adelantado. Sin embargo, hay una cosa que se me presenta cada vez con mayor claridad: no eres tú quien puede ayudarnos, sino nosotros quienes podemos ayudarte a ti y, al hacerlo, ayudarnos a nosotros mismos. Esto es todo lo que podemos salvar en esta época, y también lo único que cuenta: un poco de ti en nosotros, Dios mío. Quizá también nosotros podamos contribuir a sacarte a la luz en los corazones desvastados de los otros” (12 de julio de 1942).
Lourdes Flavià Forcada
San Francisco de Chiu Chiu (Chile)