Cuando Cae el velo
Disfrutamos la
obra de teatro y cae el telón. Hay silencio en la sala, estamos en penumbra, no
reconocemos a quien está a nuestro lado; impacientes esperamos que enciendan la
luz para ver claro. En ocasiones nos levantamos y aplaudimos con entusiasmo. La
obra cumplió nuestras expectativas; en algunos momentos, silencio profundo pues
tocó fibras internas que nos producen desazón, inquietud, decepción y quizá
angustia, tristeza. Enmudecemos, no deseamos siquiera mirar a los ojos a
nuestro acompañante, soledad inmensa; de pronto, un hilito imperceptible cae
por nuestra mejilla. ¡Estamos tan conmovidos!
La vida es como una obra de teatro, en la que
percibimos como protagonistas diversas emociones que, a flor de piel, como
torbellino, pasamos de una a otra a otra, a lo largo de nuestra vida. A veces
sabemos a ciencia cierta qué sentimos y otras veces, es tan complejo asignar
palabras a aquello que experimentamos en el pozo profundo de nuestro ser.
Igual que en la obra de
teatro, nuestra vida tiene un inicio y un final. Así como empezó en un momento único e
irrepetible, ― ¿Somos conscientes que podríamos no haber existido nunca? ―;
dejaremos de ser a cualquier edad, en cualquier momento y circunstancia, que
siempre desconoceremos y que, por más que nos esforcemos en prever, no podremos
controlar como desearíamos. Otros atenderán nuestros asuntos. ¿Tendremos tiempo
y espacio para agradecer y despedirnos con ternura de los seres amados?
Es lo que hemos
revivido una y otra vez por la pandemia global primero y, ahora, con una nueva
guerra imprevista arrebatando tempranamente vidas sin distinción de género y
edad. Muertes que siempre sorprenden y nos hacen rememorar todas las pérdidas
humanas cercanas a nuestro corazón y, tener compasión por todas aquellas que
conociéndolas o no, van falleciendo en diversos lugares del mundo entero.
Algunas con rostro, nombre e historia, otras, fríos cálculos matemáticos que se
actualizan día a día y que quizá, anuncian nuestra propia muerte haciéndonos
revalorar la vida y la muerte en sus reales dimensiones.
Una vida
descubre su verdadera esencia cuando cae el velo, cuando podemos reconocer, ver
y escuchar en el rostro ya sin vida, una voz, en un lenguaje diferente lo que
fue su trayectoria de vida; nos habla nítidamente de lo compartido, su obra
intransferible, única y en solitario, su sello. Cada persona imprime su propia
marca, su estilo de vida, sus convicciones y descreimientos, sus valores innegociables. De la inmanencia y la trascendencia de todo
cuanto existió en ella, que configuró su ser y su hacer en este mundo sensible,
su búsqueda de coherencia, de sentido de la vida, de sus luchas internas y
externas, del mundo amplio de relaciones, frustraciones, éxitos y fracasos.
Es una realidad,
las frustraciones afectivas que experimentamos por no poder hacer el tránsito
del duelo como nuestra cultura nos ha transmitido, cuando lo inevitable golpea
la puerta, por eso, hemos de recurrir a todas las herramientas emocionales
internas construidas por años, para pasar los ratos amargos de las despedidas
inesperadas o esperadas, sumadas al dolor inmenso de la separación. Los niños y
los adolescentes son los grandes damnificados a los que debemos abrazar y
proporcionar todos los apoyos físicos, emocionales, espirituales y afectivos
para superar exitosamente las pérdidas y las frustraciones a los que se ven
abocados cotidianamente, para seguir existiendo con gozo, a pesar de las
múltiples pérdidas progresivas de diversa índole que tendrán que enfrentar en
el transcurso del peregrinar existencial, evitando el estrés psicosocial, hoy
día frecuente.
Si en el devenir de la vida el hecho de vivir en sociedad, nos hace
colocar a medida que crecemos una serie de máscaras que nos permiten ocultar
aquellos defectos que creemos tener, o para encajar en los diversos roles
sociales que vamos desempeñando o como mecanismo de defensa ante el peligro ―
por mencionar sólo unas cuántas circunstancias que nos llevan a ello―; cuando
cae el velo, aparece la verdad más verdadera de nosotros mismos y como nunca
antes somos observados. La plenitud del misterio de la vida y de la muerte se
hace evidente, del recibir y del dar en su continuo movimiento.
Tienes una
extraña sensación entre ausencia-presencia, porque todo te habla de la persona
que se marchó inexorablemente para siempre. ¿De qué fuimos testigos? ¿Le
cambiarias el nombre? ¿Cuál sería su epitafio? ¿Cuáles sus virtudes a resaltar?
¿Cuánto bien realizó? ¿Qué eco de ella hay en ti? ¿Qué faltó por decir? ¿Hay
algo de culpas, resentimientos, malos entendidos, situaciones para sanar el
alma?
El aliento de
vida, el máximo don que hayamos podido recibir. ¡Qué maravilla existir… aunque
tengamos que morir! Sin embargo, cuando se ha donado toda la vida repartiendo
amor, acogida, guía, consuelo, protección, alegría, fortaleza, compañía,
trabajo, cariño, cobijo, descanso, paz, apoyo… no nos sentimos solos, creemos y
sentimos que esta persona nos fue dada como rayo de luz que iluminó y
enriqueció nuestra vida, que prendió la hoguera dentro de nuestro corazón para
ser también fuente de luz y por tanto y tanto recibido, podamos hacer fiesta
cuando caiga el velo y se apague su luz. Ha sido nuestro espejo, su eco ha sido
luz para reafirmar o reencausar nuestra propia vida.
Los dones y
carismas recibidos que a todos los seres humanos nos adornan, dan su fruto
cuando se viven en una convivencia grata y feliz, porque se han puesto al
servicio de la vida de familia, de comunidad, resaltando los valores éticos y
sociales de la fraternidad existencial.
En la eternidad,
paz y alegría y vida para siempre.
Gloria Inés Rodríguez Gaitán
Bogotá, Colombia.
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Camino llevando mi muerte a cuestas[1]
Camino llevando
mi muerte a cuestas
Camino
saludando y sonriendo
mientras la
oculto
como a un cubo
de basura
que no fuera
elegante que se viera.
Camino con mi
muerte a cuestas
que me cansa,
me dobla y me detiene.
Un día me
sentaré en el borde de la acera,
me deslizaré
junto a una farola encendida
que en la
mirada turbia me parecerá una estrella.
La gente creerá
que estoy borracho
ya al filo del
anochecer.
Y pasará de
prisa, de largo.
Y Tú, sorteando
los coches, sobre el lluvioso asfalto,
vendrás a
buscarme ¡Oh, mi buen amigo!
¡Mi Cristo
esperado!
Para llevarme,
mientras conversamos, a Tu Luz, a Tu Calle,
¡Al fin! ¡A Tu
Casa!
(Y en la
madrugada, la gente
creerá - ¡qué
tonta! -
que me quedé
dormido
bajo la lluvia
mansa).
A Juan Miguel.
Alfredo Rubio de Castarlenas
[1]
https://bibliotecadigital.universitasalbertiana.org/wp-content/uploads/2022/03/Camino-llevando-mi-muerte-a-cuestas.pdf
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